viernes, 31 de octubre de 2014

La Intromisión



-Por un momento pensé que la rutina te había enfermado, tú sabes, de aburrimiento. -gritaba Manuel del lado externo de la puerta. Él, en silencio y desde adentro lo escuchaba. Para su infortunio el rechazo que sentía por Manuel no era correspondido y aquella mañana apenas éste último se enteró de su permiso médico fue a visitarlo. -Solo serán unos cuantos días Manuel, algo que comí no me sentó bien. Es todo- susurraba él por los escasos cinco centímetros de puerta abierta. - Si, te creo. A juzgar por el olor a huevos podridos que desde acá afuera percibo, me parece que necesitarías tomarte toda la semana. -respondió Manuel con aquella carcajada de hiena que lo caracterizaba. - Pero eso sí - continuó - te recomiendo que no te tomes más de eso, mira que el jefe ya anda furioso porque una de las camareras le ha fallado estos días, aparentemente estaba tan harta del trabajo que ni renunció. Y ahora contigo fuera del escenario el bar se pondrá patas arriba.- concluyó Manuel. – Yo no tengo la culpa de la inconformidad de los otros, menos de una camarera - comentó él a modo de cierre. – No te lo tomes personal. Seguramente la chica anda de joda o se consiguió un mejor trabajo, ya sabes cómo son de impredecible las mujeres. Recupérate pronto hombre, que talvez sea la falta de un buen romance lo que te tiene así de irritable- terminó de decir Manuel mientras cerraba la puerta del ascensor. Él, aliviado por la partida de su entrometido compañero, se alegró de nunca haberle presentado a su novia, sino quien sabe que disparates diría sobre su relación. Sin embargo, la novedad de la camarera le quedó resonando en la cabeza. De hecho, apenas logró deshacerse de Manuel lo comentó con su pareja. 


Al bar lo había encontrado mucho antes que a ella. Era una de esas mañanas veraniegas a las que el sol les besa la cara. Él, nuevo en la ciudad, caminaba sin rumbo. Sus ojos, curiosos, se trababan en cada detalle del paseo. Desde grafitis aislados en las esquinas hasta esos rascacielos que parecen pinchar las nubes. Mostraba una fascinación de crío recién parido. Lo primero que capturó su atención al entrar fueron aquellos largos tablones que revestían por completo el lugar. Le resultaba imposible diferenciar entre el final de una pared y el inicio de otra, o tener la seguridad que al asentar el pie lo estaba haciendo sobre el piso. Como si todos los elementos fuesen una sola pincelada de madera. Con una inesperada familiaridad acomodó su cuerpo en lo que creyó un banco y pensó que así debían sentirse las ardillas que hacían del interior de un tronco su refugio. Y fue en aquél mismo lugar que un año después la sorprendió a ella observándolo. Era la noche de su primera presentación. Él le respondió con una mirada cuidadosa, como si se tratase de un cristal al cual el más ligero parpadeo pudiese romper. Sus ojos comenzaron a escalarla por aquellos cordones que caían de sus botines obscuros, luego ascendieron hacia las eternas pantimedias que combinaban a la perfección con el vino tinto de su vestido. Cuando ante sus ojos llegaron al encuentro esos reconfortantes pechos de mujer, sorprendido, descubrió balanceándose de su cuello a un pequeño dije con una ¨L¨ en él. Supuso que era la inicial de su nombre y sonrió por la coincidencia. Luego de eso, a velocidad de rayo, una ráfaga de labios, dientes, nariz, ojos y pelo azotó su memoria, suspiró. Solo fueron necesarias unas cuantas semanas más para que él sintiera confianza suficiente en acompañarla al Instituto donde ella estudiaba. Las horas de clases que esperaba sabían mejor con un expreso doble que pedía en la cafetería mientras devoraba entero el periódico del día. Cuando las clases culminaban, con una sonrisa que desbordaba su rostro, él se dirigía al restaurante de la esquina donde ella amaba almorzar. No era sorpresa que ella ordenara la ensalada de palmitos que él tanto detestaba, pero a la hora del postre sus gustos se reencontraban en aquel flan de leche.


Lo cierto era que aunque Manuel creyó lo de su enfermedad, él enfermo no estaba. Pero desde el día anterior la llamada de su madre lo había inquietado más de lo que era capaz de aceptar y así no podía hacer reír a nadie. Sabía que de existir una persona a la que no podría mentirle sería a ella. Y no quería – a causa de su intromisión – poner en riesgo la felicidad que por primera vez en dos años volvía a sentir. Y es que su madre siempre fue así, de intuir cosas. A ella nunca se le escapó nada. Ni las notas escritas entre él y sus primeras noviecitas, ni una mala calificación escondida en el fondo de la mochila, ni los números telefónicos de los pocos amigos que logró hacer en la facultad. Incluso fue su madre la que averiguó – a manera de interrogatorio – los detalles sobre su primer encuentro sexual. Ya hacía mucho desde que él había tenido que desaparecer y ella, aunque apoyó su decisión, aún no lograba superarlo. Todavía lo llamaba a diario para verificar que se encontrara a salvo. Y cuando sospechaba que algo había ocurrido, mágicamente, aparecía en su casa a los pocos días. Recibir a su madre lo hacía sentirse un inútil y ya suficiente de esa sensación le causaba el pesado de Manuel, quien a pesar de haber arrancado en el bar hace tan poco siempre terminaba sus presentaciones cubierto por una lluvia de aplausos. No entendía. Siempre se había pensado como un hombre cómico pero al parecer los citadinos no simpatizaban con su humor. Por suerte, ahora estaba con su novia. Eso indudablemente lo animaba. La relación estaba en su mejor momento. Tener la seguridad de que ella estaba ahí para él le resultaba reconfortante. 


Aquella misma tarde él se recostó en su sillón favorito a leer el periódico. Pero no fue en el periódico sino en la televisión donde la noticia fue transmitida. La chica que había mencionado Manuel, de apenas diecinueve años, estudiante de artes escénicas. Luego de dos días sin volver a su casa había sido reportada, por las autoridades, como desaparecida. La investigación se centraba en el novio, un joven que trabajaba como cajero de supermercado. También - según anunciaba la periodista- las amistades de la joven serían interrogadas al igual que sus compañeros de trabajo. El escuchaba y cebaba el mate. La madre de la chica aparecía en la pantalla. Poco a poco el líquido subía por la bombilla hacía su garganta mientras las lágrimas descendían, también poco a poco, por las mejillas de la señora. – Este tipo de noticias me afectan mucho – comentó él mientras giraba la cabeza como buscando la opinión de su novia, quien estaba sentada a su lado perpleja por lo que veía. – Mejor cocino algo rico de comer para animarnos un poco – sugirió él mientras apagaba el televisor.


Luego de la cena, el estruendo de platos que había invadido por varios minutos la cocina ya no se escuchaba más. Ahora él con besos limpiaba cualquier resto de alimento que hubiera quedado sobre sus labios. De un armario que combinaba con la pulcritud del lugar, agarró una cobija, le preguntó si tenía frío y acto seguido comenzó a arroparla como se cubre a una diosa. Cuando le comentó sobre la llamada de su madre, esa que – a juzgar por el tono preocupado de la señora– implicaría una visita futura, ella lo escuchó con los ojos bien abiertos pero sin decir palabra alguna. El, como interpretando su mirada, le dijo que no se preocupe, que en esta ocasión no sería como con Laura, que ahora él era un hombre independiente. Con un abrazo la apegó a él y se durmió. Un silbido de viento proveniente de la única ventana acariciaba la mejilla de ella, pero ni siquiera eso pudo hacer que lograra cerrar sus ojos. La muchacha pensaba en la voz de Manuel hoy, esa voz que hablaba de aquella camarera e inmediatamente recordó el rostro de aquella madre por televisión, y las voces de sus amigas comentándole que alguien en el restaurante la observaba, y luego su propia voz advirtiéndole que alguien la seguía cuando iba al Instituto. Y entonces lloró por tener que aguantar a ese desconocido tratarla como su amante. Sus labios, amordazados, gritaron tanto que casi no escucho cuando aquella madrugada él, temerosamente, metió en el picaporte más alto de la puerta la llave dorada que prendía de su llavero. Luego, del bolsillo más pequeño de su campera sacó una segunda llave tan fina y plateada como una cana. Con la cautela de quien no quiere ser sorprendido por ningún vecino miró a su alrededor e introdujo aquella llavecita en el picaporte inferior. Dos giros a la izquierda después, entró una señora corpulenta quien lo abrazó y le dijo que se fuera tranquilo, que mamá una vez más lo iba a ayudar.

Pequeño verdor




Esos prejuicios de pensarte áspero, de creerte amenazante. La gente no entiende. ¡Qué va a entender!. Ni los pájaros que tanto te buscan comprenden porque acercarse a ti para ellos equivale sufrir. La indiferencia tiene forma de espinas, pensé el día que te vi. Eras un pequeño verdor que asomaba tímidamente por las piedrecillas.
¡No vas a llevar eso! – recuerdo me dijeron. Si quiere hermosear su casa señorita, elija rosales o estos maravillosos tulipanes que tanto encantan a las damas- insistía el vendedor. Pero, ¡Qué van a entender ellos! Cómo podrían comprender que de un árido cactus puede brotar tanta ternura como de cualquier flor.     

La novena rebanada


A veces las historias llegan a nosotros de la misma forma que los trozos de un pastel llegan a los comensales. Cada tajada de versión va en busca de bocas desconocidas que, pese a la inexistente familiaridad que hay entre ellas, disfrutan hasta el final aquellas porciones de relatos provenientes del mismo anecdótico pastel. 


La primera historia es corta y simple, trata de un helado. La cumpleañera ve cómo gota a gota el querido cono, acribillado por el calor, se desvanece sobre su mano; Y es así que, a tan temprana edad, descubre lo que se siente perder a un amigo. 

En la segunda historia hay a un hombre acalorado dentro de un taxi. Mientras con una mano indica hacia donde se dirige, con la otra agarra un pañuelo e intenta detener al sudor, pero éste es más rápido y en pocos minutos aquel líquido náufrago no solamente ha recorrido sus pómulos sino también el cuello y las axilas hasta orillarse en su camisa. El hombre recibe una llamada, es el dueño de un local, quien le advierte que de no llegar a tiempo la paga no sería la acordada. Al saber eso, empieza a sentir como de su rostro se escurre aquella gran sonrisa que tanto trabajo le ha costado elaborar.


La tercera historia trata de un tal Don Julio, quien es viudo. Su mujer ha fallecido al momento que Amanda nace y aunque no lo admite, una parte muy dentro de él le adjudica cierta responsabilidad al respecto. Cada vez que esa idea aparece en su cabeza él, atormentado por la culpa, hace de todo para alejarla. Aunque eso signifique condescender a una serie de absurdos caprichos pedidos por la pequeña.

Para la cuarta historia retomamos a la nena del cumpleaños, que a su vez es la hija del tal Don Julio, y quien ahora llora por aquel helado derretido de la primera, corta y simple historia. Don Julio inquieto y temeroso ve al berrinche propagarse como virus de sarampión entre los demás niños. No tengo la culpa, piensa Don Julio mientras trona sus dedos repetidamente. ¡Cómo iba a saber él que aquél hombre que le prometió domar a esa jauría de infantes le fallaría! En vista de la situació intenta pedir un consejo a las madres que han asistido al evento, pero ellas ahora están resolviendo a los gritos otro inconveniente relacionado con chocolate. 

Ahora, en la quinta historia, hay un taxi frenando repentinamente. Dentro del auto, el hombre acalorado del segundo relato saca su cabeza por la ventanilla para ver por dónde está. La calle que en días laborales es pasarela de comerciantes y oficinistas, hoy luce como un garabato de estadio. Un grupo de muchachos ha transformado una botella vacía en pelota de futbol y hacen aquello que mejor saben hacer, jugar. Los gritos de los conductores por tener que detenerse parecen incentivarlos aún más a continuar con el partido. Las amenazas y el escándalo de las bocinas, que feroces rugen como leones listos para atacar, son un remedo de hinchada enloquecida esperando un gol o reclamando una falta. El pasajero al percatarse de lo que acontece, lanza un billete de cincuenta pesos al conductor y se desembarca. Piensa en correr, lo cual parece sencillo pero con aquel sol veraniego besando a la ciudad y aquellos inusuales zapatos, correr más que una solución sería un problema.

Mientras tanto en el local, Don Julio se arma de valor para interrumpir a las señoras pero ya en aquel momento todas se han enterado de la mancha de chocolate en uno de los vestidos, y en una guerra de índices se atacan mutuamente. Apabullado entre los gritos de los chicos, el escándalo de sus madres e incapaz de enfrentar a Amanda, Don Julio vislumbra una puerta trasera y como cucaracha a punto de ser pisada sale corriendo. Lo que da pie a la sexta parte.

El ahora ex pasajero intenta atravesar la Plaza Central para llegar al local. A medida que se sumerge en ese coctel de niños, árboles y mascotas pasar desapercibido más que una hazaña comienza a parecer un verdadero milagro. Con el reflejo del sol su ropa luce aún más colorida, talvez por eso una bola de pelos marrón comienza a seguirlo. Es un perro mediano que por ojos tiene dos canicas blancas que saltan parpadeantes. El animal, apenas tiene oportunidad, con sus dos patas delanteras se aferra a aquel llamativo pantalón, mientras que con la trasera tambaleante se apoya contra el césped. En sus ojos se puede notar cómo extraña la estabilidad que le brindaba la cuarta pata, ahora ausente. Ernesto lo ve asqueado. Aquél perro muestra esa simpatía que él jamás ha sido capaz de sentir por su propia especie. Recuerda que inútilmente intentó sentirla cuando nació su hijo o cuando falleció su hermana. Es esa simpatía ajena, ahora con forma de perro, la que le revela su propia incapacidad. Ernesto vuelve a sacar el pañuelo, pero esta vez ya no es sudor lo que rueda por su mejilla. Ahora ve su reloj, la una menos diez, alarmado no puede creer que realmente llegará tarde al evento. Mientras camina, sin entender por qué, piensa en Catalina y en la mitad del pan, ese algo de queso y el poco de café que le había dejado aquella mañana sobre la mesada. Recuerda como con la boca escarchada de migas sonrió en agradecimiento como si ella hubiese estado observándolo. También recuerda aquella sensación de resignación que lo invadió al colocarse la misma camisa de la cual se había liberado la noche anterior y luego aquellos pantalones que lo hacían lucir diminuto y que permanecían de pie únicamente gracias al par de tirantes que el tiempo se había encargado de envejecer. Camina y recuerda, hasta que recuerda tanto que por poco olvida caminar. 


Con un pitazo el Campeonato barrial finaliza, la Plaza Central poco a poco vuelve a quedar desolada, ahora son los amantes los que llegan entusiasmados a recorrerla. En este séptimo relato el perro cojo ahora lame una mano temblorosa, Don Julio baja la mirada y de repente le parece encontrarse con un ser aún más asustado y confundido que él, sonríe. Por otro lado, las alargadas zapatillas de Ernesto finalmente pisan el local, los presentes enmudecen. Incluso Amanda, quien está amenazando a los otros niños con penitencias ha quedado inmóvil y lleva al tan esperado invitado a la tarima, donde un micrófono y muchos globos aguardan por él. Apenas los chicos lo ven subir al tablón se alegran y corren en busca de un buen lugar donde mirar el espectáculo. Las madres, aunque ya no discuten, aún lucen molestas y algunas manifiestan querer irse al mismo tiempo que se acomodan nuevamente en sus asientos. Un niño osado pregunta por qué peleaban pero todas al unísono lo enmudecen con un fuerte y claro ¨ ¡cosas de adultos!¨.

La octava historia es sobre un perro que aún no se acostumbra a despertarse cojo. Hambriento va a buscar algo de comida a la Plaza Central e hipnotizado por los colores brillantes de un pantalón comienza a jugar un rato. Después recorre más y siente una caricia humana, algo temblorosa e insegura, pero que a los pocos minutos se convierte en un gesto hospitalario. Entusiasmado, entra al lugar desconocido donde lo han llevado, en él hay muchos niños que lo miman, un payaso de sonrisa escurrida que desde una tarima infla globos y un helado que hace pocas horas era el favorito de la cumpleañera y ahora yace derretido sobre el piso. Jadeante de felicidad lo lame todo. Con una expresión de satisfacción busca entre el público a su Don Julio. Entonces es así que, en su universo de tres patas, descubre lo que es sentir amor incondicional. 

Ahora, estimado lector, de existir una novena historia podría comenzar así ¨La tarde cuando usted leyó acerca de un helado derretido… 


El telón

Cierro los ojos y veo como poco a poco comienza a acercarse, o mejor dicho a invadirme como siempre acostumbra a hacerlo. Siento como susurra muchas cosas, secretos que no se los he contado a nadie. Porque lo que ella me confiesa es lo que yo le confieso a ella, solo que con un tono de voz distinto. Su voz es un trueno mientras que la mía es la más esponjosa de las nubes. Pero ambas prisioneras de este cuerpo que atormenta. A veces pienso que nadie sabe de su existencia y otras, cuando es ella la que se luce, con temor sospecho que soy yo su pasajera. Ella apareció primero o al menos eso fue lo que me dijo desde que eramos nenas. También me dijo que no tenga temor, que no habría pastilla o terapia alguna que nos logre separar. Yo no lo creía pero lo cierto era que muchos se fueron alejando excepto ella. Incluso mamá me miraba como bicho raro cuando yo la mencionaba, papá solo reía, no sé si por temor o por estupidez. Ella en cambio siempre me acompañó y de cierta forma mi vida ha sido su escenario, incluso cuando creo que se aleja sé que en el espejo la encontraré o posiblemente es ella la que me encontrará. Ahora con el puñal entre mis manos cierro mis ojos y la veo a ella acercándose risueña, la función está a punto de terminar.

Ventanal ajeno

Supongo que no debí ponérmelos, pero su extraña manera de aparecer repentinamente en mi bolso me intrigó. Mientras los ajusto con cuidado a mi rostro -ya que están algo estropeados- pienso en los míos y en cómo han de estar siendo colocados en una cara desconocida. Tan desconocida como la mía. Mis pupilas tambalean y luchan por no renunciar a la difícil tarea de vislumbrar lo que dice el cartel de la esquina, aquél que hace pocas horas leía con claridad. Me esfuerzo pero una nube se posa sobre lo que intuyo es mi retina. Mis párpados caen de inmediato, ajenos al resto de mi cuerpo. Me pregunto cómo les irá a ese par de ojos extraños que seguramente asoman detrás de la montura de mis lentes perdidos. ¿Se habrán quejado tanto como los míos? ¿Fueron cautelosos y prefirieron no vestir una armadura desconocida? ¿O fueron prácticos y se ajustaron al cambio aunque aquello implique sufrir? ¡Cuánto puede mutar el mundo si nos asomamos desde otro ventanal!. La vitrina me devuelve una imagen desenfocada y borrosa de quien espero ser yo y sostenida con temor entre mis manos, la mortificante mirada ajena.                                                                                                                                         

Tita



Fue en el invierno de 1974 cuando apareció Tita; el cielo indignado vociferaba truenos y escupía despiadadamente sobre aquel pequeño poblado. La gente desde sus casas observaba por las ventanas cómo los rayos prendían y apagaban la noche. Don Eugenio, gracias a sus lentes bifocales logró ver una sombra deambular por entre los árboles; al inicio pensó que se trataba de una rama resistiéndose a ser arrancar por el viento, pero cuando le aparecieron dos piernas a su visión supo que se trataba de una persona, no hay tormenta que sea tan fuerte para opacar unas buenas piernas de mujer, pensó.


Para el amanecer ya todos en aquel pequeño pueblo hablaban de la susodicha; algunos decían que era una sobrina lejana de la viuda Carmencita y que la había venido a acompañar ahora que estaba delicada de salud. Otros en cambio la mencionaban como una joven sufrida del Norte que había venido a correr suerte escapando de un destino poco prometedor, y no faltaban los fantasiosos que pensaban en ella como una prófuga de la justicia. Lo cierto es que detrás de ese rostro agrietado por el frío y entristecido por la vida se encontraba una mirada tan acogedora que no había persona alguna que se resista a querer habitar en ella. Gracias a esto logró de inmediato conseguir trabajo donde Los Gómez Linze; una pareja de médicos españoles que había llegado hacía algunos años al país para dirigir el Hospital de la región. Vivían en la ciudad pero los fines de semana viajaban a aquel pueblito remoto y en el verdor de sus paisajes comprobaban que la paz no era una utopía citadina. Reposaban y montaban los caballos de la finca de la que eran propietarios.


Fue la señora Gómez Linze quien atendió la puerta aquella mañana que Tita se acercó al rancho, un ¨buenos días¨ y un café con leche después ambas charlaban como si se hubieran conocido desde siempre. La Tita le habló de como la orfandad la había llevado a enfrentarse desde chica a una vida de peligros callejeros, educación desnutrida y exceso de abusos (la lástima de la gente el peor de ellos). También le comentó del terrible incendio en el convento donde vivió sus primeros años y de la cicatriz en su mano izquierda que conservaba de recuerdo. Y sobre su antigua patrona, una violinista cordobesa que había despertado en Tita el deseo tremendo de aprender a tocar aquél instrumento.


A Tita le asignaron el pequeño dormitorio cerca de la huerta; Era chico pero limpio y tenía su propio baño, mucho más de lo que aspiraba. Sus tareas eran sencillas o al menos ella las hacía parecer así. Por la mañana se encargaba de regar los cultivos, luego recogía las hortalizas y frutos y con ellos fabricaba conservas y mermeladas, las cuales colocaba en frascos de vidrios y con una cinta de colores los adornaba y guardaba en la alacena. Ahí esperaban a ser untados en una tostada por la señora Gómez Linze o disfrutados sobre un jugoso bife por su marido los fines de semana. Tita se esmeraba por hacer su trabajo a la perfección y en ocasiones sorprendía a sus patrones con leche fresca que ella misma ordeñaba o baños herbales que preparaba con agua tibia, manzanilla y jazmín y, que según la señora eran mucho más bondadosos con su piel que cualquier crema importada. El aprecio de la pareja lo ganó de inmediato, pero fue su poder inexplicable para predecir las cosas lo que la convirtió en una gran aliada, sobre todo para el señor Gómez Linze quien se maravilló sobremanera la primera vez que Tita predijo el equipo de fútbol que ganaría el Torneo Nacional sin omitir cuantos goles marcaría y los nombres de los goleadores. Claro que al principio su inédito don, como solían llamarlo, asustó a la pareja pero poco tiempo y muchas apuestas ganadas después, lo encontraron conveniente y hasta respetable.


Cinco meses transcurrieron antes que lo verdaderamente insólito comenzara a ocurrir; aquél domingo Tita había arreglado con más cuidado de lo habitual su dormitorio, también había tejido una frazada color verde y comprado un mosquitero que usaría para aislar a los insectos. Al llegar la noche se acostó como de costumbre pero antes del amanecer despertó, se calzó, se abrigó y caminó con paso firme hasta la Iglesia de la comunidad donde al llegar encontró a una curiosa multitud que rodeaba a un canastito ruidoso. Tita, con una ternura casi amenazante destapó el cesto y agarró al pequeño recién nacido que se encontraba dentro, lo puso sobre su pecho y como si supiese de quien se trataba, lo llevó a casa. No hace falta detallar la felicidad que causó la llegada de aquella recién nacida en la vida de los Gomez Linze, nada es más triste para un matrimonio que anhelar a los hijos que no se pueden tener. 


A Tita no solo le permitieron conservar a la pequeña Marta sino que además adecuaron una habitación dentro de la casa para ella; contaba con una cuna de mimbre, un cómodo sillón y varias frazadas más aparte de la tejida por Tita. A medida que pasaba el tiempo la gente del pueblo quedaba maravillada por el parecido que encontraban entre la nena y Tita. Para explicar el por qué sus risas sonaban idénticas o por qué ambas alzaban la ceja cuando algo les desagradaba solían decir que cuando el vínculo de amor es tan fuerte crea similitudes tan espesas como la sangre. Pero lo que nadie podía explicar era cómo la mirada de la nena transmitía la misma sensación acogedora que la de su rescatista. La voluntad de Dios es incomprensible al entendimiento humano – contestaba el cura cuando las doñas después de misa y con cierto disimulo hablaban de dicha extrañeza. Era tanta la atención que el pueblo empezó a poner en la pequeña, que fueron pocos los que notaron como Tita iba luciendo cada día más cansada y con apariencia enfermiza; ya no podía trabajar con tanta vitalidad como antes. Su fe sin embargo parecía fortalecerse gracias a las visitas constantes que hacía a las monjas de la Parroquia; entre rezo y rezo les aconsejaba ser cuidadosas al apagar los candelabros del convento para evitar accidentes; las monjas se lo agradecían con té y una dosis alta de ¨dios te bendiga hija mía¨. 


Marta gozaba de la salud que Tita perdía de a poco, como si el crecimiento de una significara la inexistencia de la otra. Cuando Marta aprendió a correr a Tita le empezaron a fallar las piernas y el día que la pequeña ingresó a la escuela la boca de Tita empezó a trabarse, ya no lograba pronunciar ninguna de las palabras que antes creía suyas. El médico de la familia no pudo explicar lo que le pasaba a ese cuerpo cada día más transparente y debilucho, tampoco lograba entender cómo había desaparecido la cicatriz en su mano, por mucho que examinaba no encontraba rastro alguno de piel quemada, cómo si el incendio jamás hubiera ocurrido. El reposo absoluto fue inevitable. 


En vista de las circunstancias los Gómez Linze adoptaron legalmente a Marta. La niña ahora viviría con ellos en la Capital donde asistiría a una escuela privada y en sus ratos libres tomaría clases particulares de música, le agradaban algunos instrumentos pero eligió el violín. Llegó el invierno y con él las vacaciones escolares; Marta entusiasmada apenas pisó la Finca corrió al dormitorio de Tita para contarle todo sobre su nueva vida; al tocar la puerta solo el silencio se hizo escuchar, una cama vacía y un olor peculiar fueron lo único encontrado. Fue la señora Gómez Linze quien semanas después mientras preparaba la alcoba para la nueva empleada tropezó su mirada con un documento olvidado en el armario. Se colocó sus anteojos porque no daba crédito a lo que leía, la identificación tenía fecha de 1994, en ella aparecía una joven con el rostro de la Tita que conoció pero mucho más feliz, su nombre era Marta Gómez Linze, edad veinte años. Lo guardó en su bolsillo y aunque no lo comentó con nadie desde ese día empezó a llamar a su pequeña, Tita.





* Cuento publicado en el libro "Antología 2014"- Purapalabra Ediciones


Azucenas para Irene



La única cosa sin misterio es la felicidad. Se conoce de antemano lo efímera que es- lo pensaba mientras me despedía de ella- apenado pero con el rostro de alguien que esperaba encontrarse con el final. Incluso había preparado todo para cuando el momento llegase, las reacciones faciales precisas, las palabras pertinentes y también algunos exabruptos. Ya que sin ellos, todo seria sospechosamente perfecto. Las lágrimas, esas también estaban invitadas. Como lámparas majestuosas de Salón ellas, adornaban cualquier escena melancólica de mi vida. A las ocho de la noche de ayer, cuando repasaba en mi mente la ruptura contigo, todo, absolutamente cada detalle aportaba una calma dentro de mí. Ahora la calma se ha ido, y como siempre vuelvo a buscarte. Voy tarde pero esta vez llevo tus flores favoritas. Esas que tanto adoras, ¿recuerdas que las vimos por primera vez juntos en aquella Plaza donde tropezaste con mi rutina y yo con tu caótica pero fascinante vida?, claro que lo recuerdas. Tu memoria es lo único capaz de darte esa sensación de libertad que tanto te ha gustado. Cómo envidio tus ganas casi intoxicantes de volar, yo como siempre con vértigo para todo, especialmente para el amor. El tiempo disfrazado de valentía nunca tocó mi puerta.


Al fin he llegado a verte. Las flores, aunque algo maltratadas por el viento y el polvo del camino, aun conservan ese atrevido perfume que adora mezclarse con el aroma de tu piel. Pero, un momento, qué es esto Irene? , Acaso alguien más te ha regalado flores? , ¿en qué momento tropezaste con otras vidas que no me di cuenta?. O es éste otro de tus juegos ¿Esos que sueles hacerme para despertar celos? Estaré en el bar de la esquina. A ese que recurría cada vez que nuestro pequeño departamento se convertía en un gran campo de batalla. Pediré un whisky y pensaré que pronto llamarás a recordarme que sigues enojada, y que pronto iré a recordarte que sigo arrepentido. Son las diez de la noche y no he recibido llamado alguno. Creo que me costará acostumbrarme a la idea de compartirte con los demás, de tolerar sus flores y sus visitas. Sé lidiar con las rupturas más no con tu partida. Las azucenas ya se han marchitado, no soportaron escuchar mi verdad. Las velaré junto contigo, para que juntas seduzcan a la muerte y puedan nuevamente despertar.






* Cuento publicado en el libro "Antología 2013"- Purapalabra Ediciones.

Encuentro Nocturno



El colectivo se detuvo dos veces antes que ella subiera; Lo sé porque en la primera parada yo aún estaba dándole los últimos mordiscos al pan casero que Rita muy gentilmente me había obsequiado. ¡Qué amable y generosa que es Rita! , lástima que su exceso de bondad me genere muchas cosas excepto atracción. Digo lástima porque su pan casero es tan sabroso que seguramente si fuese mi novia yo podría beneficiarme de ese talento culinario, siempre viene bien comer rico, sobre todo ahora que vivo solo y únicamente logro diferenciar un arroz cocido de uno crudo luego de metérmelo a la boca. Les decía que el colectivo se detuvo dos veces antes que subiera ella, la muchacha de quien quiero hablar pero no encuentro palabras justas y precisas para describir lo que me causó, tal vez por eso divago tanto entre el pan de Rita, mi arroz crudo y su pelo negro. ¡Ah sí! tenía el pelo color noche, también su nombre me recordó a la noche, aunque ese lo supe después cuando me animé a preguntarle si quería ocupar mi asiento; Allá de donde vengo se estila ser caballero, nunca supe bien que significaba eso, pero era algo que desde chico me lo repetía mi mamá cuando subía una mujer al colectivo. Al contarle esto a ella entre risas intentó explicarme lo contradictorio que es ceder el asiento o celebrar un día por la mera condición de haber nacido mujer y luego pretender luchar por la equidad de género, o algo así, decía cosas interesantes, no sé si por ciertas o por sonar desconocidas para mí. A esas alturas yo ya no sabía en donde estaba, olvidaba mencionarles que era la primera vez que tomaba aquél colectivo; Antes que ella subiera yo aunque sea hacía el intento fallido de mirar atentamente por la ventana, pero cada esquina me parecía una imitación exitosa de la anterior y los vidrios polarizados no permitían leer con exactitud el nombre de las calles; Luego, cuando ella subió, empecé a alternar mi cuello entre la ventana a la derecha y su rostro a la izquierda, pero cuando empezó a hablarme no pude no dejar de verla. Veinte minutos y un dolor de cuello después recordé que tenía que estar atento al camino para no perderme, es decir, supe que ya estaba perdido.

Siempre he tenido cara de extraviado, incluso cuando creo saber hacia dónde voy. Normalmente no me importa que la gente se percate de mis despistes, pero esta ocasión era distinta, por razones que ya se han de imaginar tenía que hacer el mayor esfuerzo para disimular, solo faltaba que además de ser ella la que viaje parada, también sea ella la que me muestre como llegar. ¡Eso sí que no! Mis manos conscientes del inconveniente humedecían el único pantalón que tenía para las ocasiones formales, ahora además de pretender no estar perdido, tenía que, con la mano más presentable sacarme el saco, cubrir mi pantalón y pedirle a todos los dioses que mi camisa no me traicione. Afortunadamente, mi boca no se percataba de lo que ocurría y con una extrañeza locuaz le contaba sobre los paisajes que hay allá de donde yo vengo, y sobre el pescado frito a la hora del desayuno, la siesta de cuatro horas , el olor de la espuma del mar, y lo impensable que sería hacer fila para subirse al bus. Ella desde lo alto me miraba encantada, como turista contemplando a un mico. Luego fue ella la que me contó sobre los lugares en los que había estado, la transparencia del agua en el Caribe, lo risueña que es la gente en Brasil y lo triste que luce en Berlín. Entonces, con un gesto casi de horror, aplastó el botón de la parada y con la inmediatez de un ¨fue un placer¨ desapareció. Yo bajé tras ella, pero su cabellera se mezcló con el telón nocturno y entre un humo de multitud bulliciosa no la vi más.

Ya hace dos semanas de aquél encuentro, se lo he contado a los muchachos, quienes me han dicho que estoy loco y otros, los más crueles, hasta me han llamado estúpido por seguir hablando de ella. La humedad en mi pantalón desapareció, lo he usado mucho últimamente, desde la mañana que salgo con el diario bajo el brazo a deambular por aquel lugar donde se esfumó hasta la noche que vuelvo a la pensión con el diario arrugado, una bolsa de pan y aún sin trabajo. Hoy a la tarde me he sorprendido al grito de - “Ahí está, él fue”. Cruzando la calle, una señora bastante regordeta empezó a aproximarse, tras ella con cara de felicidad atrofiada un oficial de la policía alargaba su brazo en señal de que me detenga.

- ¨ ¿Es éste el sujeto señora?¨ - preguntó el oficial

- “Si, estoy segura. No pensé que te volvería a encontrar por este sector, sí que debes tener agallas para andar por aquí como si nada” – su tono intimidante era una lanza que me atravesaba el cuerpo entero.

- “¿Puedo ayudarles en algo?”- murmuré con la poca voz que se animó a salir de mi boca.

- “¿Que si me puedes ayudar? Mira que cínico. No necesito tu ayuda, solo quiero que me devuelvas el bolso que me robaste”

- “Robar?!! Pero si yo no le he robado nada, ni a usted ni a nadie señora” – En un intento por seguir mi camino, el policía, haciendo uso de su cuerpo amuralló la vía y replicó: - “Bueno, acá esta señora te acusa de robarle el bolso dentro de un colectivo y bajarte justo en esta esquina, hace dos semanas atrás a las...”

– “Sí que te acuso”- interrumpió ella - “yo iba sentada atrás tuyo, te reconocí porque también esa noche llevabas puesto ese traje formal, el colectivo paró y no se quien bajó primero, si tu o ella, pero mi bolso ya no estaba “

Esta noche he salido de la comisaría por falta de pruebas, mi pantalón curiosamente continúa limpio, le he cambiado a un oficial mi saco por sus cigarros y camino de vuelta a la pensión anhelando ver el rostro bondadoso de Rita mientras me brinda una porción de su delicioso pan casero y la expresión de felicidad de los muchachos al saber que a partir de hoy ya no me escucharán mencionar a Sol en ninguna de nuestras conversaciones.


* Cuento publicado en el libro "Antología 2014"- Purapalabra Ediciones

Los diamantes caen del cielo


La espuma gigantesca cual vómito marino se enredaba con los pies de los turistas que intentaban desde la orilla conocer a este majestuoso azul salado. Sus dedos pálidos y friolentos rozaban las caras de los peces, animalejos lánguidos y flacuchentos; tan debiluchos que soñaban con ser tiburones y poder de un solo bocado devorar a algún bañista,pero no, ellos tenían que conformarse con algunas algas y cuando tenían suerte una que otra lombriz, la cual casi siempre resultaba ser tan placentera como mortífera.

Pero esa noche un grupo de luciérnagas volaban a su suerte por esos rumbos. Confundidas sin saber que ruta tomar brillaban más que nunca para no perder su propio rastro; Sin embargo no anticiparon la tormenta y en pocos segundos los aires feroces hacían de nuestras pequeñas valientes partículas luminosas a la deriva, como bailarinas perladas en el obscuro telón lunar. Los peces estupefactos observaban desde abajo este juego de cometas, de luces efervescentes y con júbilo y un regocijo casi desenfrenado de esos que fácilmente se confunde con estupidez saltaron atrevidos a la superficie queriendo atrapar lo que sea que brillara de esa forma. Una, dos, tres, cuatro, cinco luces de un solo bocado, el éxtasis tenia forma romboide, forma de escamas luminosas estallando al compás de aletas convulsionadas y pintorescas. Una escena que ni el más ebrio de los marineros pudiese haberla visto antes.

A la mañana siguiente la tormenta había terminado. Los bañistas volvían felices a sumergir sus cuerpos en la corriente, a juguetear entre las olas. De vez en cuando se quejaban de la sensación gelatinosa que sentían al pisar el fondo del mar. Solo un niño recordó a los peces, pero un zambullido después, también los olvidó.
* Publicado en el libro "Antología 2013"- Purapalabra Ediciones. 

La Eternidad del roble

Ya era el cuarto de ese mes. Emilio estaba seguro de aquello ya que cada noche los contaba todos antes de dormir. No solamente listaba el numero de libros, sino también el de sus páginas, la fecha de edición y el orden en que solitariamente los colocaba en ese gran mueble de roble que había heredado de su padre junto con los doscientos ejemplares originales. Al haber sido su padre un reconocido médico de aquella pequeña ciudad, la mayoría de los libros eran sobre Medicina; Tomos completos de Anatomía y Biología Molecular se desplegaban imponentes sobre el estante más alto, los de Histología y Enfermedades Coronarias ocupaban la mitad derecha de la segunda repisa y muy pero muy a la izquierda en la misma hilera cubiertos por algunos adornos de bambú, como avergonzados por estar ahí se encontraban dos tomos sobre Disfunciones sexuales.

Emilio si bien amaba leer, jamás sintió pasión por una ciencia que plantea una noción de vida reflejada en la cantidad de palpitaciones por minutos de un músculo. Fue por eso que para él, haber heredado la biblioteca no era sino el modo que su padre había encontrado para intentar forzarlo, incluso después de morir, de interesarse en algo que siempre le pareció indiferente, como si los incontables reproches que le había hecho por años no hubiesen bastado.

En cambio la última hilera estaba atiborrada con los elegidos por él, Goethe, Tolstoi, Kafka, Chejov, Sartre, Kant, y decenas de autores que lo hacían divagar ebrio de entusiasmo entre el mundo de la imaginación y el de las ideas. Aquellos ¨distractores¨ como refería su mujer, no eran ni más ni menos que el único refugio que él encontraba para su vida rutinariamente normal, del tipo de cotidianidad en la que figura un matrimonio fotogénicamente feliz junto a un perro verdaderamente feliz. A él no le incomodaba para nada su estado, qué va! de hecho le sacaba provecho sin sentir culpa alguna, sabía que tanto su mujer como él eran conscientes de la situación y que ella también tenía sus maneras de dejarse llevar por ese caos exterior, hasta ese reino interno que nos concede el privilegio de descubrir nuestras distracciones favoritas. Después de todo, Emilio sabía que parte de llamarla ¨mi cielo¨ implicaba estar dispuesto a empaparse en sus tormentas.

Todo esto lo conozco porque él mismo me lo contó, no fue fácil ganarme su confianza pero luego de un tiempo se volvió tan indispensable para él buscar mi silencio como para mí enmudecer con sus palabras. La primera vez que nos vimos ni siquiera su rostro con facciones fuertes que denotaban exceso de vida dura más que de edad pudieron disimular su nerviosismo, recuerdo que pensé en él como otro cliente más de aquellos que vienen porque aman la calidez de un buen trago resbalando por sus gargantas luego de horas de encierro en diminutas oficinas, produciendo para enriquecer a alguien a quien la mayoría de las veces ni siquiera conocen. A la segunda noche supuse que estaba ahí llevado por el temor, lo decía su mirada de desconfianza, las servilletas empapadas entre sus manos sudorosas y el sobresalto que le provocó mi saludo; ¨Ya es el segundo este mes¨ murmuró luego de dar un sorbo a su whisky, como aquellas frases que se lanzan de anzuelo a la nada, simplemente para tantear cuantos peces están dispuestos a ser la carnada de nuestros diálogos. Y fue así que Emilio semana a semana me relataba cómo sus libros iban desapareciendo; Al principio pensó que era un error de conteo, pero luego de pasar noches enteras verificando todo, desde cantidad hasta orden categórico y por supuesto alfabético, estaba seguro,“Aquí Vivieron” ya no estaba más. Consultó con su mujer aunque sabía de antemano que a ella jamás le había interesado leer a Láinez, y por el suspiro desalentador que emitió como respuesta no solamente confirmó que desconocía su paradero, sino que además no le interesaba colaborar con la búsqueda. La entendía perfectamente y se lo agradecía en secreto, a él le resultaba más sencillo lidiar con el desinterés de las personas que con sus ganas de ayudar. De cierta forma, todo lo que se brinda con ¨buenas intenciones¨ está implícitamente impuesto a ser aceptado y Emilio no sabía hacerle frente al tremendo poder que ejerce la bondad ajena. A partir de aquel día emprendió una búsqueda imparable que incluía desde revisar debajo de muebles, camas, estantes; Dentro de la lavadora, horno, auto, cajoneras, todas, incluso las de la alacena, hasta observar detenidamente a los demás, como buscando algún comportamiento inusual en el repartidor de periódicos o en la señora de la limpieza, pero ella ni siquiera entraba a su despacho, tal como él se lo había pedido desde el momento en que la contrató. Prueba de aquello era el rastro polvoriento que dejaba cada libro al ser movido de su lugar habitual. Rastro que a Emilio le encantaba palpar con sus dedos, como un chico que a escondidas de su padre disfruta del placer que causa la tan desprestigiada suciedad.

Luego de tres libros perdidos y más de treinta y cuatro lugares revisados Emilio supo que dentro de casa no los encontraría, y entonces concentró todos sus esfuerzos en el exterior. Despertaba e iba a la panadería, pero cuando llegaba al sitio, en lugar de observar la variedad de tartas, dulces y panes, se enfocaba en analizar a las familias desayunando o a la gente en la fila, buscaba con la mirada debajo de sus brazos, dentro de sus carteras, incluso en sus bolsas repletas de masitas, y como si no fuese suficiente intentaba escuchar sus conversaciones, detectando cualquier temática que de alguna manera se vincule con el contenido de sus libros perdidos. Entonces, si una señora se quejaba de los berrinches de su hijo pequeño y de lo apegado que era a sus muñecos, él recordaba al mimado personaje de ¨Conejo¨ y la confrontaba abiertamente. Más de una ocasión salía del lugar con exceso de insultos y escasez de pan.

Recuerdo claramente aquellos días porque era cuando más me visitaba, no solamente por las noches, también a la tarde cuando desesperado usaba la hora del almuerzo para comentarme que sospechaba de aquél colega que siempre le tuvo envidia por su reciente ascenso, del peluquero que varias veces se había enojado por lo indeciso que era sobre su corte de pelo o del tío que en alguna visita había expresado su entusiasmo por tan extensa colección literaria, sin dejar de mencionarle cuán importante era para su padre que él siguiera sus pasos, claro está. Incluso en cierta ocasión sospechó de mí! El muy canalla… luego de haberlo atendido como a un cliente especial tuvo la osadía de dudar de mí. Eso jamás se lo perdonaré y se lo dije aquella madrugada, sé que se sintió culpable ya que pagó el doble y extrañamente se despidió con un beso.

Para cuando el cuarto libro desapareció Emilio ya había interrogado a todos sus familiares, acudido a la policía, despedido a sus empleados e incluso su mujer había optado por separarse de él, alegando que algo más insoportable que convivir con un hombre de ideas delirantes, era convivir con uno al que la locura lo volvía más aburrido. Ayer ha venido a hablar conmigo un oficial, estaba buscando a Emilio. Me ha dicho que nadie lo ha visto últimamente, hay rumores de que está recorriendo los comercios del centro o fisgando en los jardines de las casas de los barrios aledaños, otros no descartan la posibilidad de encontrarlo internado en algún sanatorio. Yo los escucho y mientras lleno un vaso con whisky sonrío, porque sé que Emilio ha ido a buscar un poco más lejos. Allá donde ninguno de nosotros ha estado aún, donde posiblemente ahora se encuentre -con una servilleta empapada entre las manos- intentando justificar su preferencia por esos cuatro libros ubicados en la última hilera de aquél gran mueble de roble. Atiborrados junto a otros que no pertenecen a las Ciencias Médicas.






* Cuento publicado en el libro "Antología 2013"- Purapalabra Ediciones.

La nena

El dolor no sabía menos amargo fuera del cementerio. Alfonsina ya estaba acostumbrada a ese malestar que se siente en las entrañas cuando se ha perdido a alguien, lo había experimentado de chica cuando falleció su padre, pero esta ocasión no veía posible cómo adoptar a un cachorro o visitar la heladería podrían animarla.Los primeros días permanecía encerrada en su habitación, ni siquiera Mauricio,su marido, osaba en importunarla, sabía que lo que le ocurría a su mujer no era algo que palabra de consuelo alguna pudiese curar. Ni aún él podía entender que había acontecido, cómo el médico no pudo advertir el riesgo que tendría aquél parto, así aunque sea habría aparecido en ellos la posibilidad de no lograr llevar al recién nacido a casa, pero no, nadie les dijo nada. 

Al igual que la mayoría de parejas se ilusionaron desde el comienzo. Alfonsina había decorado a detalle la habitación para Emiliana,nombre elegido por Mauricio, ya que su mujer pensaba que tendrían un varón; Las paredes estaban pintadas con una tonalidad verde agua con pequeños puntos blancos, la cuna traída de Europa era de mimbre hecha a mano con detalles de encaje rosa, la colcha de lana había sido tejida por la abuela materna y la almohada colocada en el umbral de la cuna un regalo de la abuela paterna, así no provocaban resentimiento entre las señoras. Lo más hermoso de la habitación era el mueble donde guardaban los vestiditos, había sido el mismo mueble que Alfonsina tenía en su habitación cuando era bebé; pero nadie lo hubiese podido notar ya que estaba remodelado, ahora era de color beige y las manijas con ese brillo que otorga el bronce recién pulido. ¡Qué emoción se sentía en esa casa, sobretodo la de él cuando supo que sería una nena, sonreía al pensar como la mecería hasta que se duerma en sus brazos, o el tacto sublime de esa pequeña manita agarrada fuertemente a la suya al empezar a caminar, pensaba que al fin entendería a sus amigos cuando hablaban de el poder inexplicable que sus pequeñas hijas con solo una mirada ejercían ante ellos, al punto de volverlos cómplices de sus travesuras. Por eso Mauricio no podía entender el por qué de tremenda pérdida habiendo tenido todos los tipos de cuidado que una mujer embarazada debe tener, incluso los innecesarios. 

Se le partía el corazón al imaginarse a su pobre mujer sufriendo en ese dormitorio. Ahí, tan frágil como es ella, tan desprotegida y débil. Llorando y pensando en los pocos minutos que pudo contemplar el rostro de su pequeña, en cambio él no tenía que lidiar con ese recuerdo, se compadecía al pensar cómo la dulce Alfonsina pasaría años intentando retener la única imagen de la criatura viva, y luego más años culpándose por haber olvidado como era su nariz o qué tonalidad de piel tenía. Al llegar la primavera Alfonsina Matessi abandonó su habitación, lucía con mejor semblante , el brillo en sus ojos había regresado. Se sentó junto a su marido a desayunar, él la besó y ella, con una mueca culposa en su rostro, supo que aquél día en el Hospital había tomado la decisión correcta. Para Alfonsina ningúna mujer merecía perder dos veces al hombre de su vida. Untó con manteca el pan y lo mordió.






* Cuento publicado en el libro "Antología 2013"- Purapalabra Ediciones.

Tintero Desgastado

Cuando la tinta de mi vida se acabe recordaré todos los trazos que escribí con ella. Desde las mayúsculas mal empleadas para citar dificultades mínimas, hasta los paréntesis que cobardemente susurraron aquello que con un grito debí anunciar.

Pensaré en cada personaje que apareció en mi camino. A los principales los mantendré junto a mi pecho hasta que con el último capítulo los pueda exhalar. A los secundarios soltaré de inmediato, para siquiera recordarlos con dos gotas de pesar. Leeré las emociones subrayadas en el trayecto, antes que el olvido las convierta en tristeza de humedad.

Sufriré los puntos finales de las historias de amor que asesiné por no verlas morir de ansiedad. Temblaré los párrafos extasiados de placer que mi cuerpo me permitió disfrutar y agradeceré los anexos de travesías inesperadas que me salvaron de ahogarme en la normalidad. Cuando la tinta de mi vida se acabe intentaré buscar entre las hojas escritas una pista de lo que seré si el lenguaje no me reviste más. 

Irresistibles Bizcochuelos


- “Sin vida, está sin vida” – Al grito de la mucama Ofelia se levantó inmediatamente, casi nada podía interrumpir su siesta de las 14hs; Ofelia era de esas damas que conocían la importancia estética de un buen descanso, así también el arte como lo llamaba ella, de combinar perfectamente cada prenda que con metódica rigurosidad elegía vestir para los paseos en el parque con su hija, el té con las amigas, las cenas con su esposo y demás eventos sociales a los que toda mujer finísima estaría dichosa de asistir. Pero aquella tarde, mientras acomodaba sus pies en el satín acolchonado de las pantuflas experimentó cierto placer desconocido, un triunfo personal que ni los más benéficos actos navideños hubiesen podido provocarle. Acomodó su bata, recogió su cabello en una imponente cola, retocó el maquillaje casi sonriente de su rostro y emprendió la caminata victoriosa por las escaleras. El mismo segundo escalón que hace dos noches la había sentido brincar despabilada del susto, ahora la encontraba más segura que nunca, no se sentía así desde su juventud, cuando solía dar esos largos paseos por la plaza cargando con todas las miradas y esperando en secreto, como toda mujer finísima lo haría, que alguno de esos caballeros se atreviera a algo más que observarla. Aún ahora, cuando a causa de su mala memoria, porque vaya que era olvidadiza! Dejaba alguna bolsa en el supermercado, no faltaba algún joven que se ofreciera encantado a darle alcance y pasársela.

Pero aquella noche del incidente se encontraba sola en casa; “la chica” como ella la llamaba había pedido permiso para ausentarse temprano, fue así como luego de preparar la merienda se marchó. Ofelia, quien hace meses no se quedaba sola se sentía aliviada; La nena continuaba donde los abuelos y aún faltaban algunos días para su retorno; De modo que Ofelia se encontraba fuera de la mirada servicial de la mucama, la mirada demandante de la hija y sobretodo, fuera del alcance de las pupilas cansadas de su esposo que en el último año solamente la acompañaba por una semana para luego marcharse tres a causa de imprevistos laborales. Ofelia no se animaba a preguntarle sobre dichos compromisos por temor a la respuesta y prefería concentrar su interés en las fibras de las telas o el color de su calzado y por supuesto en la repostería. Su especialidad, los famosos bizcochitos que tan populares eran a la hora de la merienda y en cualquier momento del día cuando Natalia, como su esposo había querido llamar a la pequeña, no acataba ordenes; A sus cortos cinco años tenía la determinación que su madre había anhelado tener por décadas, y era gracias a esto que conseguía engullirse de bizcochuelos a cambio de recoger sus juguetes, bañarse, o tomar la siesta. Cada vez que Ofelia intentaba exigirle algo veía en su “retoño” todo lo que ella no era, así que prefería sacrificar el castigo y conservar la admiración.

Cuando Ofelia pisó el quinto escalón la emoción la cubría por completo, como las primeras nevadas sobre las aceras citadinas. Ella no solía regocijarse con el dolor ajeno pero como también para los afectos existen excepciones, en esta ocasión Ofelia estaba feliz ya que había querido verlo muerto desde aquella solitaria noche en que lo vio por primera vez. Ofelia había salido de la bañera por un ruido que provenía de la planta baja, y como estaba sola en casa, no tuvo más opción que bajar las escaleras en busca de respuesta. Fue entonces cuando al pisar el segundo escalón lo vió. Estaba subiendo a brincos agigantados los escalones que ella pretendía bajar. No supo si fue su larga cola o su pelaje grisáceo lo que la dejó petrificada como pulga agarrada del pasamano. Intentó gritar pero el único chillido oíble era el de su nuevo acompañante que, con un movimiento inesperado se refugió en el dormitorio desocupado de la nena. Está demás decirles que esa noche Ofelia se desveló, primero cerró la puerta de aquel dormitorio, luego con papel y aislante tapó cualquier ranura por la cual pudiese salir el indeseable visitante. A la mañana siguiente, aunque la mucama buscó por horas al molesto roedor, no pudo hallarlo; Incluso llegó a pensar que su patrona lo había imaginado todo a causa del excesivo tiempo libre que ésta tenía. Fue entonces que Ofelia supo que solo dependería de ella encontrar a la intrusa, y así decidió merodear por la casa descalza y en lugar de pisadas prefería resbalar los pies sobre la madera para evitar emitir cualquier vibración que pudiera alertar al animal. Al llegar la noche y con ella la soledad logró verlo nuevamente; Ahora estaba en su cocina devorando sin vergüenza los bizcochuelos de la cesta. Pese al repudio que sintió Ofelia al ver esta escena, también sintió alivio, porque conocer lo que le encantaba a su enemigo significaba también conocer de qué manera infalible podría deshacerse de él. A la mañana siguiente, antes que llegue la mucama, horneó dos bizcochuelos grandes y esponjosos, y cuando estuvieron dorados roció sobre ellos un polvillo especial, aquél que la libraría por siempre de la plaga. Cuando llegó la chica le pidió determinantemente que se encargara del jardín trasero, sabía que si la cocina pasaba desocupada y en silencio el animal no tardaría en aparecerse y morder de sus bizcochuelos. Ella, quien se había desvelado por dos noches seguidas, decidió tomar la siesta y dejar que sea la buena noticia la que la despertara.

Al llegar al último escalón su corazón palpitaba ensordecedoramente, corrió hasta la cocina desbaratándose como nena en Navidad. Sobre el piso de la cocina había pedacitos de bizcochuelo y junto a ellos la víctima indefensa.

En el velatorio nadie habló de lo ocurrido, excepto la conmocionada abuela paterna quien balbuceaba que una madre que olvida el día en que vuelve su hija a casa no merece ser perdonada. Ofelia, aún continúa tomando la siesta de las 14hs como toda mujer finísima que conoce la importancia estética del descanso lo haría; A veces Rosa su compañera de celda, la mira compasivamente cómo duerme, en la espera de alguna buena noticia que la despierte.


* Cuento publicado en el libro "Antología 2014"- Purapalabra Ediciones

Noticias de domingo


Y luego de informar que los monokinis serían tendencia de verano una mueca de seriedad apareció en sus rostros periodísticos. Era el momento de hablar de aquellos, los que se acumulan en hormigueros suburbanos, esos que cuando salen a recoger las migajas del festín deben hacerlo con cuidado de no perturbar a los de arriba, porque ¡Ay de ellos si lo hacen!. Son tan diminutos que resbalarían fácilmente hasta la palma de esas humectadas manos, las cuales se cerrarían poco a poco hasta convertirlos en polvillo obscuro con sabor de perfume importado. 

Un colorido espacio publicitario y después el momento cúspide para el rating, el de las vulnerables crías. Hijos de mujeres con mirada de velorio sin flores, que saltan emocionados alrededor de las cámaras mientras de sus pelos sudorosos cae algo similar a la nieve de Bariloche y vuela hasta pegarse en el lente principal. Directo a los ojos de miles de televidentes que, mientras absorben poco a poco su café dominical debaten sobre la construcción social de la pobreza o analizan el significante ¨pobre¨. Otros menos intelectuales comienzan a recordar aquellos zapatos negros y viejos que podrían donar mientras que, tres casas más al norte dos jóvenes ansiosas se preguntan cómo lucirían sus largas piernas en los entallados monokinis bajo el sol de verano.

Cande


Hay cunas que resultan muy chicas para nenas con la imaginación tan grande como la de Candelaria; Fue así que desde antes de aprender a gatear, ella ya quería caminar, y cuando le tocaba la hora de dormir intentaba de alguna manera divertida atravesar esos barrotes blancos para jugar un rato más.

Quince años después Cande como la llaman todos, a veces se siente tan grande como alguien de veinte y otras veces tan chiquitina y vulnerable como cuando tenía cinco años.Su mundo está pintado a brochazos con los recuerdos de bisabuelos luchadores,historias de amores imposibles, el cariño incondicional de papá e ideas surrealistas que la despistan y la alejan por momentos de rutinas, imposiciones absurdas y situaciones insoportables que a veces ni ella entiende porque la molestan tanto. 

En su mochila habitan Galeano y Cortázar. Ella devora fascinada sus historias pero su timidez realmente desaparece cuando empieza a escribir, ahí mediante metáforas, puntos suspensivos e interrogaciones se muestra tal cual es, o mejor dicho tal cual va queriendo ser.Porque Cande, la chica de zapatillas y pelo corto, se transforma a cada minuto con cada cuestionamiento que a veces cree absurdo, en cada torpeza que le genera vergüenza y en cada aventura que le produce osadía. 

A veces le gustaría estudiar Psicología como la mamá, otras veces preferiría Letras. Y talvez al final terminará eligiendo Arte. Ninguno podría asegurar hacia dónde va dirigiendo su camino; pero Cande sin duda alguna está disfrutando el recorrido.

La señora


Con sus cabellos resecos y quemados por el sol intenso del verano porteño, ella deambulaba sudorosa por ese barrio lujoso que ni en sus sueños más insólitos hubiese imaginado. Comparaba el sonido de los tacones desfilando por la acera con el de los carruajes que paseaban por su pueblo todas las mañanas, el quejido de los niños ajenos que recogía de la Escuela con el grito ensordecedor de sus propios hijos cuando jugaban extasiados con el barro a la orilla del río.

Tanta nostalgia corroboraba que allí en esa tierra lejana había dejado su vida. Hacía 17 años que había migrado a la gran ciudad, ese lugar idealizado por los pueblerinos como ella, en donde conoció el afecto tan peculiar de esas miradas patronales que duraban largo rato desmenuzándola con los ojos mientras preguntaban sobre sus cualidades domésticas y le explicaban la importancia de hacer ingresar a las personas principales por la puerta frontal. Y a las otras como ella por la de servicio. Explicaciones que se daban con una sonrisa amable y salvadora, como si ahí, en esa casa de lujos y soledades conflictuadas, tendría que haber una esperanza para su vida tan pobre y marginal. Solo sería cuestión de tiempo para que ella pudiera sentirse afortunada y por qué no hasta agradecida. 

Pero esa tarde de sol hirviente, luego de realizar un encargo más, lidiar con otro berrinche de los chicos y también de los grandes, cumplir una vez más con exigencias absurdas como cargar las maletas para las vacaciones de verano en el country, mover los muebles de la sala según los parámetros del feng shui,arrodillarse a buscar el calcetín rojo que por enésima ocasión el menor de los chicos había lanzado bajo la heladera. Fue en ese deambular triunfal de mujer mayor, que luego de haber dejado una nota de renuncia junto a la portería de la casona , ella caminaba por las calles de Recoleta con esa sonrisa que poseen solo las personas a las que de repente les han entrado unas ganas tan grandes de vivir.

La desdicha de los pájaros

La toqué. La toqué como una ráfaga fuerte, de esas que se imponen incluso ante el más estático de los ambientes. No es que no la hubiese tocado antes, pero nunca así. Cuando se trataba de caricias, nunca sabia que las provoca, una mirada intensa, un recuerdo furtivo, una palabra insinuante, quién era yo para saber que me llevó a tocarla así. Cinco años habían pasado desde la última vez que nos vimos, cinco años de nuevos aires, de olores distintos, de sabores semi amargos, pero sabores de otras fuentes, no de la suya. Aun recordaba esa despedida, tan lejana, tan saturada de adioses y con ausencia de almas que le hagan compañía, un colchón estancado en el cuarto de la rutina, la rutina, si, esa canalla de quien he tratado de alejarme lo que más puedo cuando advierto que su presencia ha querido retenerme en la cruel monotonía. No es que no me agradaba la maldita, claro que a veces me seducía con su semblante de comodidad y facilismo, de hecho, a veces admitía disfrutarla cínicamente, en ciertas ocasiones, pero era solo eso, un disfrute lleno de placer furtivo, y luego, cuando reparaba en el alto costo que debía pagar por eso, decidía, siempre, abandonarla. Y así, lo había hecho una vez más, cual pájaro que vuela al cambiar la estación, volé lejos de los días, de las noches, de los roces, de los besos, de las mentiras, de las verdades, de los relojes, de esa vida, volé. Me tocó. Me tocó sin mesura, sin control. Como esos animales que besan con los ojos, con la nariz, con los dientes, que besan con las ganas. Jamás me había tocado así. Intensidad, las manecillas del reloj no dejaban de avanzar, como recordándonos que ese encuentro tendría un fin, como todo lo demás. A veces me resultaban graciosos sus intentos de desaparecer su nariz en mi cabellera, como ahogándose por aguas obscuras y con olor a recuerdo; O su torpeza ya no tan notoria como hace años atrás, pero que aún se hacía presente en sus manos algo sudorosas, o en sus labios entreabiertos, temblorosos al contacto con los míos pero con una nueva invitada en la escena, una barba que combinaba con lo grave que se escuchaba su voz ahora. Me desvistió de los llantos de mi hijo, de la voz complaciente de mi esposo, me desvistió de los problemas en mi trabajo, me ví, ahí desnuda, despojada de ese uniforme de mujer comprometida que había llevado puesto todos esos años, luchando por ajustarlo a mi medida, conteniendo la respiración para poder caber en él, con la misma osadía de esas mujeres que pretenden usar talles menores a los que deberían. Me ví, y me gusté. La observaba, ahí, tan libre otra vez, recubierta de esa naturalidad que afortunadamente aun conservaba, pese a haberla escondido por tanto tiempo, la ví y quise limpiar mis culpas en su cuerpo. Como esos condenados a pena de muerte, y a los que le han concedido una última petición, ella era la mía. La amaba desde la única parte honesta de mi ser, y la odiaba por ser aún tan frágil, con esas alas débiles que no la dejarían volar jamás junto a mí, eso ambos lo sabíamos, pero esa noche jugamos a ignorarlo, esa noche pretendimos volar juntos, luego solo será ruido de vacío, luego solo será morir.