viernes, 31 de octubre de 2014

La Eternidad del roble

Ya era el cuarto de ese mes. Emilio estaba seguro de aquello ya que cada noche los contaba todos antes de dormir. No solamente listaba el numero de libros, sino también el de sus páginas, la fecha de edición y el orden en que solitariamente los colocaba en ese gran mueble de roble que había heredado de su padre junto con los doscientos ejemplares originales. Al haber sido su padre un reconocido médico de aquella pequeña ciudad, la mayoría de los libros eran sobre Medicina; Tomos completos de Anatomía y Biología Molecular se desplegaban imponentes sobre el estante más alto, los de Histología y Enfermedades Coronarias ocupaban la mitad derecha de la segunda repisa y muy pero muy a la izquierda en la misma hilera cubiertos por algunos adornos de bambú, como avergonzados por estar ahí se encontraban dos tomos sobre Disfunciones sexuales.

Emilio si bien amaba leer, jamás sintió pasión por una ciencia que plantea una noción de vida reflejada en la cantidad de palpitaciones por minutos de un músculo. Fue por eso que para él, haber heredado la biblioteca no era sino el modo que su padre había encontrado para intentar forzarlo, incluso después de morir, de interesarse en algo que siempre le pareció indiferente, como si los incontables reproches que le había hecho por años no hubiesen bastado.

En cambio la última hilera estaba atiborrada con los elegidos por él, Goethe, Tolstoi, Kafka, Chejov, Sartre, Kant, y decenas de autores que lo hacían divagar ebrio de entusiasmo entre el mundo de la imaginación y el de las ideas. Aquellos ¨distractores¨ como refería su mujer, no eran ni más ni menos que el único refugio que él encontraba para su vida rutinariamente normal, del tipo de cotidianidad en la que figura un matrimonio fotogénicamente feliz junto a un perro verdaderamente feliz. A él no le incomodaba para nada su estado, qué va! de hecho le sacaba provecho sin sentir culpa alguna, sabía que tanto su mujer como él eran conscientes de la situación y que ella también tenía sus maneras de dejarse llevar por ese caos exterior, hasta ese reino interno que nos concede el privilegio de descubrir nuestras distracciones favoritas. Después de todo, Emilio sabía que parte de llamarla ¨mi cielo¨ implicaba estar dispuesto a empaparse en sus tormentas.

Todo esto lo conozco porque él mismo me lo contó, no fue fácil ganarme su confianza pero luego de un tiempo se volvió tan indispensable para él buscar mi silencio como para mí enmudecer con sus palabras. La primera vez que nos vimos ni siquiera su rostro con facciones fuertes que denotaban exceso de vida dura más que de edad pudieron disimular su nerviosismo, recuerdo que pensé en él como otro cliente más de aquellos que vienen porque aman la calidez de un buen trago resbalando por sus gargantas luego de horas de encierro en diminutas oficinas, produciendo para enriquecer a alguien a quien la mayoría de las veces ni siquiera conocen. A la segunda noche supuse que estaba ahí llevado por el temor, lo decía su mirada de desconfianza, las servilletas empapadas entre sus manos sudorosas y el sobresalto que le provocó mi saludo; ¨Ya es el segundo este mes¨ murmuró luego de dar un sorbo a su whisky, como aquellas frases que se lanzan de anzuelo a la nada, simplemente para tantear cuantos peces están dispuestos a ser la carnada de nuestros diálogos. Y fue así que Emilio semana a semana me relataba cómo sus libros iban desapareciendo; Al principio pensó que era un error de conteo, pero luego de pasar noches enteras verificando todo, desde cantidad hasta orden categórico y por supuesto alfabético, estaba seguro,“Aquí Vivieron” ya no estaba más. Consultó con su mujer aunque sabía de antemano que a ella jamás le había interesado leer a Láinez, y por el suspiro desalentador que emitió como respuesta no solamente confirmó que desconocía su paradero, sino que además no le interesaba colaborar con la búsqueda. La entendía perfectamente y se lo agradecía en secreto, a él le resultaba más sencillo lidiar con el desinterés de las personas que con sus ganas de ayudar. De cierta forma, todo lo que se brinda con ¨buenas intenciones¨ está implícitamente impuesto a ser aceptado y Emilio no sabía hacerle frente al tremendo poder que ejerce la bondad ajena. A partir de aquel día emprendió una búsqueda imparable que incluía desde revisar debajo de muebles, camas, estantes; Dentro de la lavadora, horno, auto, cajoneras, todas, incluso las de la alacena, hasta observar detenidamente a los demás, como buscando algún comportamiento inusual en el repartidor de periódicos o en la señora de la limpieza, pero ella ni siquiera entraba a su despacho, tal como él se lo había pedido desde el momento en que la contrató. Prueba de aquello era el rastro polvoriento que dejaba cada libro al ser movido de su lugar habitual. Rastro que a Emilio le encantaba palpar con sus dedos, como un chico que a escondidas de su padre disfruta del placer que causa la tan desprestigiada suciedad.

Luego de tres libros perdidos y más de treinta y cuatro lugares revisados Emilio supo que dentro de casa no los encontraría, y entonces concentró todos sus esfuerzos en el exterior. Despertaba e iba a la panadería, pero cuando llegaba al sitio, en lugar de observar la variedad de tartas, dulces y panes, se enfocaba en analizar a las familias desayunando o a la gente en la fila, buscaba con la mirada debajo de sus brazos, dentro de sus carteras, incluso en sus bolsas repletas de masitas, y como si no fuese suficiente intentaba escuchar sus conversaciones, detectando cualquier temática que de alguna manera se vincule con el contenido de sus libros perdidos. Entonces, si una señora se quejaba de los berrinches de su hijo pequeño y de lo apegado que era a sus muñecos, él recordaba al mimado personaje de ¨Conejo¨ y la confrontaba abiertamente. Más de una ocasión salía del lugar con exceso de insultos y escasez de pan.

Recuerdo claramente aquellos días porque era cuando más me visitaba, no solamente por las noches, también a la tarde cuando desesperado usaba la hora del almuerzo para comentarme que sospechaba de aquél colega que siempre le tuvo envidia por su reciente ascenso, del peluquero que varias veces se había enojado por lo indeciso que era sobre su corte de pelo o del tío que en alguna visita había expresado su entusiasmo por tan extensa colección literaria, sin dejar de mencionarle cuán importante era para su padre que él siguiera sus pasos, claro está. Incluso en cierta ocasión sospechó de mí! El muy canalla… luego de haberlo atendido como a un cliente especial tuvo la osadía de dudar de mí. Eso jamás se lo perdonaré y se lo dije aquella madrugada, sé que se sintió culpable ya que pagó el doble y extrañamente se despidió con un beso.

Para cuando el cuarto libro desapareció Emilio ya había interrogado a todos sus familiares, acudido a la policía, despedido a sus empleados e incluso su mujer había optado por separarse de él, alegando que algo más insoportable que convivir con un hombre de ideas delirantes, era convivir con uno al que la locura lo volvía más aburrido. Ayer ha venido a hablar conmigo un oficial, estaba buscando a Emilio. Me ha dicho que nadie lo ha visto últimamente, hay rumores de que está recorriendo los comercios del centro o fisgando en los jardines de las casas de los barrios aledaños, otros no descartan la posibilidad de encontrarlo internado en algún sanatorio. Yo los escucho y mientras lleno un vaso con whisky sonrío, porque sé que Emilio ha ido a buscar un poco más lejos. Allá donde ninguno de nosotros ha estado aún, donde posiblemente ahora se encuentre -con una servilleta empapada entre las manos- intentando justificar su preferencia por esos cuatro libros ubicados en la última hilera de aquél gran mueble de roble. Atiborrados junto a otros que no pertenecen a las Ciencias Médicas.






* Cuento publicado en el libro "Antología 2013"- Purapalabra Ediciones.

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