miércoles, 14 de septiembre de 2016

Puntualidad

Ahí estabas, como todos los días, erguido firmemente sobre el velador. Con esa altivez de importante. Si, ya sé que estabas hecho de roble, que valías oro. No creas que no había notado tus líneas de elegancia, tu finura, como dijo mi abuelo cuando te puso entre mis manos, antes de fallecer. Es que él sí se llevaba bien contigo, eras su mejor amigo, gracias a ti él cumplía todos sus compromisos, sin hacer esperar nunca a nadie. Pero yo soy harina de otro costal. A mí tus gritos constantes no me alegraban el día. Es más, me amargaban. Harto de tus demandas, de todos esos recordatorios de responsabilidad, de tus numeritos con mirada romana. Tan harto que hoy, me he liberado. A las seis y diez de la mañana, antes que el sol aparezca, gritaste escandalosamente, impaciente por despertarme. Mis venas impuntuales no aguantaron más. Agarré tu cuerpo, ovalado y color mate, color roble. Halé de tus dos perillas que, como orejas, colgaban una a cada lado de tu cuerpo. Las halé fuertemente, hasta sentir como se rompían en tu interior y caían en seco sobre el piso de mi habitación. Pero, aun así, tu seguías gritando. Entonces con toda la fuerza que mi pesadez somnolienta me permitía, te lancé contra la pared. El estallido fue fuerte, una lluvia de números hechos de bronce caía por doquier. Un olor a vidrio roto me avisaba que finalmente habías muerto. Finalmente, tú y mi abuelo se reencontrarían, puntualmente, en aquél lejano lugar. 

martes, 6 de septiembre de 2016

Aguijón

La pasta del cuaderno era roja, como sangre que brota de una cortadura. Al abrirlo encontré un interior con cien hojas, todas repletas de alacranes. Uno debajo del otro, o encima, si ponía el cuaderno de cabeza y pegaba mis ojos saltones al último alacrán del renglón, ahí donde concluía la historia. A mí me gustaba leer así, de abajo hacia arriba. Entonces el alacrán inferior me lanzó, a modo de aguijón, una muerte, la del protagonista. Lo que para la mayoría hubiera sido la conclusión de una historia, para mí ese momento fue apenas el inicio. Un anzuelo había sido arrojado y yo, como buen lector, fui pescado. Entonces subí las pupilas un poco más, al párrafo anterior. Ahí estaba, un conjunto de alacranes, todos alargados por el blanco de la hoja, agrupados entre cinco, una gran cantidad de palabras recaía sobre ellos. Las leí todas, al revés, obviamente. Así supe que el protagonista había sido atropellado por un auto al salir de una pastelería, antes de morir. ¡Cuánta dulzura sobre tanto alacrán!, pensé. En ese momento mi interés en la historia era imparable. Tenía hambre de más alacranes, de devorármelos con los ojos. Engullí, de un solo tirón, los primeros seis. Descubrí entonces que el señor, cuando vivía, se llamaba Juan, había quedado sin empleo y solía desaparecer por las noches de su casa para ir a emborracharse a la cantina. No amaba a su mujer, ni ella lo amaba a él. Apenas podía recordar el nombre de sus hijos, leí en el renglón. Entonces continué ojeando hasta el último de los alacranes y me enteré que aquella tarde, Juan, había sido despertado por su mujer, con resaca y odio hacia la vida había salido de casa a comprar el pastel de cumpleaños de su hijo menor. La hoja había finalizado. El último alacrán ubicado al inicio, había sido observado y leído. Ahora mi curiosidad, al igual que Juan, se encontraba muerta, atropellada por la vida y su alacraneidad. 

domingo, 7 de agosto de 2016

La Mancha


Parece que va a llover. Las nubes agrupadas comparten sus penas. En cualquier momento algún dolor caerá en forma de gota, acá, donde habitamos los indignos. La mancha de vino continúa sobre el sofá. La veo y me veo tambaleándome dos noches atrás, cuando ya te habías ido de este lugar lleno de goteras que gritan soledad. Es tan verdadera la mancha, ¿sabes?. Me he acercado a olerla profundamente y aún se aspira la uva, aún se aspira el acohol. Recuerdo tu boca torcida hablando de tu anoréxico matrimonio, de las pérdidas financieras de un divorcio y lo poco conveniente de nuestro romance. Tu boca amarga lanzaba piedras de incertidumbre aquí, junto a mi manchado sofá. Ni una lágrima cayó de mis ojos al escucharte. El alcohol en mi cuerpo pesaba más que la tristeza. Tres cucharaditas y la venganza quedó diluida en el café que te brindé. El de la despedida, como dijiste mientras lo consumías por completo. Si pudieras verte ahora. Tu piel agrietada y flotante en mi bañera. Tus ojos estáticos, bien abiertos y clavados al ventanal. Afuera, una luna cuarteada aparece lentamente. El olor a lluvia empieza a invadir esta ciudad. Es la lluvia de los vivos que vemos a nuestros muertos escapar. 

jueves, 14 de julio de 2016

Tía Inés

A Raúl no le gustaba levantarse temprano, menos aún esa mañana que sentía una vitalidad de invierno. Con su cuello envuelto en aquella pelusa tibia de color negro que la tía Inés le había tejido años atrás, emprendió la caminata. Entre niebla y hastío el pie derecho disminuía su paso y entonces era el pie izquierdo el que tenía que actuar como el derecho y asumir el liderazgo. Pero cada tanto una piedrecilla aparecía en el camino y con un tropezón dejaba en evidencia ese andar improvisado, e instantáneamente cada pie volvía a su posición original. Él por su parte continuaba arrullado por la fragancia a lavanda que florecía de su abrigo. Aquella fragancia conquistaba cada rincón de su olfato y de repente volvió a ser el niño que agarrado de la mano de su tía desciende la montaña hasta llegar al riachuelo. En la orilla la tía deja caer su gran joroba de trapos y con un pedazo de jabón soba cada prenda. Luego arrodillada, sobre una desafiante roca comienza a fregar aquellas telas ajenas. Restriega hasta que sus nudillos lloran y enjuaga hasta que todo rastro de ardor jabonoso haya desaparecido. Él, empapado por sumergirse en el riachuelo ahora se sacude el agua como perro con pulgas. La tía se coloca nuevamente la joroba, se inclina hasta casi besar el suelo y le dice que se apure porque la luna es impaciente y no tardará en aparecer. Le pide que se acerque y pasa sus dedos por sus infantiles cabellos y luego le señala un punto en la cima de la montaña. Él entiende que caminarán hasta que el punto cambie de forma y se convierta en un techo. Luego caminarán más hasta que el punto se vuelva una casa. Es decir que subirán la montaña hasta que de aquel borroso punto señalado por el dedo agrietado de la tía, broten vigas, portales, césped, plantas, ventanas, establos y caballos. Solo entonces habrían llegado a la hacienda patronal y podrían dejar de caminar.

              Una palmada de bienvenida en el hombro lo devuelve a la adultez. Sus pies lo han llevado a una choza en medio de un terreno baldío. En el exterior una gran mesa -cubierta por un mantel de encaje y rodeada por estatuillas de santos- sostiene el féretro. Frente a la mesa, decenas de sillas plásticas han sido colocadas. En las cuales algunos de los familiares y curiosos del pueblo estan sentados. Cuando lo ven llegar, ciertos rostros borrosos lo reconocen, se acercan y le dicen frases que a él le saben a polvo. Entonces lentamente sus pies se dirigen hacia el féretro. Al principio no logra encontrar a su tía en el cuerpo marchito de aquella anciana, pero a medida que más se acerca el olor a lavanda se hace presente, como si entre esas manos inmóviles aún estuviese escondido un pedazo de jabón. Ya no hay ninguna joroba de ropa colgando de su espalda, ahora al fín ha partido y un esbozo de sonrisa se dibuja sobre su rostro. Entonces por primera vez él entiende. Su tía, con una sabiduría tan extraña a cualquier lógica, a tan corta edad le había revelado el mayor de los secretos. No era hacía la casona del patrón que ella le indicaba avanzar, ella intentaba mostrarle que la vida es un incesante movimiento hacia arriba.