La pasta del cuaderno era roja, como sangre que
brota de una cortadura. Al abrirlo encontré un interior con cien hojas, todas
repletas de alacranes. Uno debajo del otro, o encima, si ponía el cuaderno de
cabeza y pegaba mis ojos saltones al último alacrán del renglón, ahí donde
concluía la historia. A mí me gustaba leer así, de abajo hacia arriba. Entonces
el alacrán inferior me lanzó, a modo de aguijón, una muerte, la del
protagonista. Lo que para la mayoría hubiera sido la conclusión de una
historia, para mí ese momento fue apenas el inicio. Un anzuelo había sido
arrojado y yo, como buen lector, fui pescado. Entonces subí las pupilas un poco
más, al párrafo anterior. Ahí estaba, un conjunto de alacranes, todos alargados
por el blanco de la hoja, agrupados entre cinco, una gran cantidad de palabras
recaía sobre ellos. Las leí todas, al revés, obviamente. Así supe que el
protagonista había sido atropellado por un auto al salir de una pastelería,
antes de morir. ¡Cuánta dulzura sobre tanto alacrán!, pensé. En ese momento mi
interés en la historia era imparable. Tenía hambre de más alacranes, de
devorármelos con los ojos. Engullí, de un solo tirón, los primeros seis.
Descubrí entonces que el señor, cuando vivía, se llamaba Juan, había quedado
sin empleo y solía desaparecer por las noches de su casa para ir a emborracharse
a la cantina. No amaba a su mujer, ni ella lo amaba a él. Apenas podía recordar
el nombre de sus hijos, leí en el renglón. Entonces continué ojeando hasta el
último de los alacranes y me enteré que aquella tarde, Juan, había sido despertado
por su mujer, con resaca y odio hacia la vida había salido de casa a comprar el
pastel de cumpleaños de su hijo menor. La hoja había finalizado. El último
alacrán ubicado al inicio, había sido observado y leído. Ahora mi curiosidad,
al igual que Juan, se encontraba muerta, atropellada por la vida y su
alacraneidad.
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