martes, 6 de septiembre de 2016

Aguijón

La pasta del cuaderno era roja, como sangre que brota de una cortadura. Al abrirlo encontré un interior con cien hojas, todas repletas de alacranes. Uno debajo del otro, o encima, si ponía el cuaderno de cabeza y pegaba mis ojos saltones al último alacrán del renglón, ahí donde concluía la historia. A mí me gustaba leer así, de abajo hacia arriba. Entonces el alacrán inferior me lanzó, a modo de aguijón, una muerte, la del protagonista. Lo que para la mayoría hubiera sido la conclusión de una historia, para mí ese momento fue apenas el inicio. Un anzuelo había sido arrojado y yo, como buen lector, fui pescado. Entonces subí las pupilas un poco más, al párrafo anterior. Ahí estaba, un conjunto de alacranes, todos alargados por el blanco de la hoja, agrupados entre cinco, una gran cantidad de palabras recaía sobre ellos. Las leí todas, al revés, obviamente. Así supe que el protagonista había sido atropellado por un auto al salir de una pastelería, antes de morir. ¡Cuánta dulzura sobre tanto alacrán!, pensé. En ese momento mi interés en la historia era imparable. Tenía hambre de más alacranes, de devorármelos con los ojos. Engullí, de un solo tirón, los primeros seis. Descubrí entonces que el señor, cuando vivía, se llamaba Juan, había quedado sin empleo y solía desaparecer por las noches de su casa para ir a emborracharse a la cantina. No amaba a su mujer, ni ella lo amaba a él. Apenas podía recordar el nombre de sus hijos, leí en el renglón. Entonces continué ojeando hasta el último de los alacranes y me enteré que aquella tarde, Juan, había sido despertado por su mujer, con resaca y odio hacia la vida había salido de casa a comprar el pastel de cumpleaños de su hijo menor. La hoja había finalizado. El último alacrán ubicado al inicio, había sido observado y leído. Ahora mi curiosidad, al igual que Juan, se encontraba muerta, atropellada por la vida y su alacraneidad. 

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