domingo, 21 de febrero de 2016

Tradición al dente

El sol lanzaba sus primeros rayos sobre el pavimento cuando Alberto - quien aquella mañana paseaba en su bicicleta como de costumbre - sintió un apetito voraz invadir su estómago. Para alguien como él, las dos manzanas y el sándwich que horas atrás había desayunado no resultaban suficiente, y ahora necesitaba encontrar alguna fonda, quiosco o lugar dónde comer antes de emprender el camino de regreso. Desafortunadamente él había pedaleado hacia El Encanto, un barrio bastante apartado y por ser el menos comercial de la ciudad, muy poco conocido.

Casas enormes con jardines de abundantes flores se asomaban por sus pupilas, sin embargo ningún supermercado aparecía. Los residentes, todos mayores, cada tanto pasaban por su lado y lo observaban con la misma extrañeza que provocaría ver a un pollo en el desierto. Su estómago empezó a rugir insistentemente, eran las tripas entonando la melodía del hambre. Nadie parecía compadecerse por aquél muchacho que deambulada con rostro de agotamiento. En el momento que su esperanza parecía flaquear observó -sobre la loma- a una minúscula tienda de abarrotes. Pocos minutos después se encontraba tocando el timbre del lugar para ser atendido. Una, dos, tres veces y nada. Entonces comenzó a golpear el umbral de la puerta enfáticamente hasta que escuchó a lo lejos unos pasos. El sonido lento pero constante se volvió más claro y al poco tiempo apareció un anciano con una sonrisa escasa de dientes detrás del mostrador. Alberto le pidió un paquete de galletas y una botella de jugo, el señor alcanzó los alimentos y luego de recorrerlo centímetro a centímetro con la mirada, le indicó que el precio a pagar era de diez dólares.

— ¿Diez dólares? ¡Eso es absurdo! — Contestó el muchacho— no sabía que fuese un barrio tan caro. Solo tengo tres dólares pero muero de hambre señor— aseguró.
— ¡Tranquilo chiquillo! No puedo rebajar el precio de los productos pero, ¿adivina qué? Con mi mujer estábamos a punto de comer nuestra tradicional sopa de fideos con carne, si no te incomoda hacerle compañía a un par de ancianos podemos brindarte un poco. Mira que será el plato estrella en las próximas fiestas comunales— dijo mientras tronaba sus dedos.

Alberto, más presionado por su estómago, aceptó. A través de un pasillo ingresó a una cocina donde los rayos del sol habían sido reemplazados por la luz de un debilucho farol que amenazaba con apagarse en cualquier momento. Una anciana algo opaca se encontraba sentada junto a una mesa tan antigua como el resto del lugar. Cuando vio entrar al joven una sonrisa turbia apareció en su rostro. Alberto se acomodó en un banquillo de madera.
La sopa fue todo lo que esperaba y mucho más. Desde que llevó la primera cucharada cargada a su boca sintió un placer indescriptible. Los fideos tan frescos y al dente y esa carne tierna y de sabor único parecían reconfortar su estómago como solo la comida de abuela puede hacerlo. Tanto fue su encanto por la sopa que cuando el anciano le sugirió tomar un segundo tazón él, sin dudarlo, acercó su pocillo para que sea llenado nuevamente. Conversaron poco o nada, pero eso a la pareja parecía no importarle. Mientras Alberto más comía, ellos más se contentaban.

— ¡Su sopa ha sido la más rica del mundo! Muchísimas gracias — les dijo Alberto de forma casi eufórica mientras montaba su bicicleta— Ustedes fueron muy buenos conmigo, ojalá algún día yo pueda devolverles el favor— y con una energía envidiable comenzó a pedalear.
— Ojalá chiquillo, ojala— murmuró la anciana mientras apretaba fuertemente la mano de su marido.

Al cabo de una semana Alberto se encontraba acostado en su dormitorio cuando de repente empezó a sentir un cosquilleo en su cuerpo. La picazón lo recorría desde la planta de los pies hasta alojarse en su cabeza. Luego de rascarse compulsivamente sin lograr aplacarla, se levantó. Lo primero que hizo fue sacudir las sábanas de su cama pero como esto tampoco mejoró la situación, algo malhumorado entró a la ducha. Colocó una gran cantidad de shampoo en sus manos pero estas no podían mantenerse quietas. Su cabeza se había convertido en un campo de batalla entre él y lo desconocido. De pronto al rascarse, pedazos de cabellos comenzaron a caer. Trozos tras trozos de pelos suicidas dejaron a su cráneo transformado en un lienzo en blanco. Alberto quería gritar pero las lágrimas no se lo permitían. Quería parar de rascarse pero la picazón le resultaba intolerable. Un rato después la picazón cesó pero miles de piquetes comenzaron a atravesar los poros de su cabeza de adentro hacia fuera. Cuando horrorizado corrió hacia el lavamanos, el espejo le devolvió la imagen de un joven que ya no era él. Tenía sus ojos, su nariz y su boca, y se sentía como él pero sobre el cráneo de aquél extraño en lugar de cabellos crecían millones de largos y frescos fideos. Tan al dente y apetitosos como los que él había comido semanas atrás. Mientras más los observaba menos entendía. Lo único que sabía es que necesitaba resolverlo antes que toda su familia se levante a desayunar.

Llegar no fue sencillo, con su cabeza cubierta para que ningún fideo se enrede en su cuello tuvo que pedalear lo más rápido posible contra los vientos de la madrugada.
Cuando tocó la puerta, a diferencia de la primera ocasión, esta vez se abrió de inmediato y él entró. La anciana se encontraba de pie en el pasillo, lucía muy despierta para aquella hora. 

— ¡Chiquillo, qué bueno verte! Te estábamos esperando — dijo desde una esquina el viejo mientras cerraba la puerta.
— ¿Esperando? ¡Miren lo que me han hecho viejos de mierda!— y al decir esto dejó caer la capucha y millones de fideos cubrieron su espalda— No sé cómo, pero ustedes tienen que ayudarme— afirmó.
— Nosotros ya te ayudamos querido mío, me parece que ahora es tu turno de ayudarnos— respondió suavemente ella con una sonrisa en los labios.
— ¿Ayudarlos? ¿Ayudarlos a qué?— balbuceó Alberto.
— A conservar la tradición hijo, a conversar la tradición— contestó el anciano mientras bajaba del estante una gran olla de hierro.

Al día siguiente la fiesta comunal ¨El Encanto¨ fue noticia en todo el país. Hubo presentaciones de danza, bandas locales y por supuesto la tradicional sopa de Don Genaro y Doña Raquel fue la sensación del evento. Tal como escribió en su columna un joven periodista a quien la pareja brindó una considerable porción «Nunca saboreé carne tan suave y fideos tan exquisitos como los de esta sopa, seguramente volveré por más».

viernes, 19 de febrero de 2016

Chela


A Laura la conocí en el Liceo. Ambas cursábamos el cuarto año de colegiatura. Lucía similar a una espiga de trigo y tenía cierto aire de velorio en su andar. En clase de Historia solían sentarme junto a ella y cada vez que la profesora -con voz de ceja fruncida- le preguntaba algo, ella pegaba la mirada al suelo y escondía sus manos llorosas entre los pliegues de su falda. 
En cierta ocasión estábamos terminando la primera de cinco vueltas a la cancha que el profesor de Deportes nos había pedido correr cuando el Inspector se acercó al grupo, a modo de irrupción levantó su palma hacia el frente de todos, a los pocos segundos nuestros zapatos frenaron al unísono. Luego la llamó a ella y con el dedo índice le señaló el graderío. Segundos después él sacó del bolsillo de su camisa un sobre con sello del Hospital General y lo estiró hacia las manos del profesor, quien lo observó casi sin lograr parpadear para luego volver a soplar el silbato que en ningún momento había sacado de su boca.

- Falla congénita— fue lo que Laura respondió cuando al terminar mis vueltas me acerqué hacia donde estaba sentada y le pregunté por qué había dejado la práctica.
- Falla congénita? Sabes que soy media tonta. Dímelo en español.
- Mi mami me dijo que me harán un trasplante, mi corazón no sirve— lo dijo con una entonación de copa rota mientras sus ojos parecían a toda costa evitar encontrarse con los míos. No supe que decirle pero durante los días siguientes caminé atrás de ella las cuatro cuadras que separaban el Instituto de su casa.

Fue un lunes cuando en el Liceo nos enteramos cómo había resultado la operación. Para no desentonar con el ambiente la Directora alargó nuestro receso y algunos de los profesores, incluso la de Historia, sonreían como si se tratase de una hija o una sobrina la que se había salvado de morir. 

- Pasen chicas, pasen ¡qué lindo que vengan a ver a Lau! Le hará tan bien— dijo su madre mientras nos plantaba un beso en el cachete a cada una y señalaba con su dedo índice el sofá más grande de la sala. Ese de pequeñas flores bordadas con hilo de oro. Junto a él, sobre una mesita, tres vasos de limonada fresca y una fuente de galletas de avena aguardaba por nosotras.

Laura empezó a bajar las escaleras apoyada del brazo de una enfermera, quien, según nos comentaría luego su madre, habría estado asistiéndola desde su salida del hospital. Mi compañera llevaba puesto un camisón abotonado. Del tercer botón, el de su pecho, salían dos finos tubos que coincidían en un suero colgado tristemente de un soporte de metal, el cual la enfermera halaba según el ritmo de los pasos de su paciente. Cuando Laura ya estaba acercándose a la sala, Carmen y Rocío, mis otras dos compañeras, se habían levantado del sofá y acomodaban unos almohadones en una de las butacas.

- ¡Laurita, eres una campeona! Solo dos meses y ya casi lista para volver al Instituto – dijo Rocío a modo de rompehielo.
- Ajá
- ¿Cómo te sientes? En la clase todas te mandan muchos besos y la Directora dijo que por nada del mundo te preocupes por las tareas. — inferí luego de un largo sorbo a mi limonada.
- ¿Preocuparme por la tarea? ¡Tamaña estupidez! Me siento como si me hubiesen partido por la mitad y sacado el corazón, talvez porque eso fue lo que ocurrió. Me siento con ganas de arder— respondió Laura con una risa tan extraña a ella.
- Hija, por favor. Tus compañeras han venido a visitarte porque te extrañan mu…
- Madre, madre, madre. —interrumpió Laura — ¿Por qué no te callas de una vez?— y con una mueca de labios llamó a la enfermera y emprendió su retirada frente a esos ocho pares de ojos que no podían lucir más abiertos de lo que estaban.

A Laura, efectivamente, no le volvió a interesar la tarea. Cuando en clase le preguntaban algo ahora era ella quien mantenía la mirada fija en los ojos de la profesora mientras se levantaba del pupitre hasta estar lo suficientemente cerca y de un solo palmazo golpeaba su escritorio, para luego mostrarle su mano ardiendo de dolor. La maestra daba un salto de bicho asustado. Y nuevamente la risa extraña hacía eco por todo el salón. 
Cinco semanas desde el reingreso de Laura y la Directora estaba firmando la décima citación. Cuando la vi, Laura aguardaba en el despacho. Había cambiado su pelo de trigo por uno color fuego y sus manos llorosas por unas llenas de cicatrices propias de los fósforos que ahora solía usar para amedrentar a una que otra chica. Nuestras miradas se chocaron y por un impulso inexplicable moví mi mano a modo de saludo pero no fue correspondido.

- Acá tienes tu citación Laura, ahora es expulsión temporal. Después ya veremos. Piensa bien en lo que estás haciendo jovencita.
- ¡Chela, estúpida! Cuántas veces tendré que decirle que ahora me llame Chela.

Los bomberos acudieron lo antes posible al llamado de uno de los vecinos. Desde la esquina de enfrente el Liceo lucía como un gran trozo de carbón. La madrugada olía a odio. Una risa extraña nuevamente se hacía escuchar, pero esta vez provenía del interior de un patrullero. 
La semana pasada he ido a visitarla junto a su madre, ¨Correccional de Menores Infractores¨ se llama el lugar. Cuando hemos ingresado uno de los dos guardias le ha pedido a la señora que le corrobore los datos de su hija, al hacerlo se vieron entre ellos y sonrieron.

- ¿Pasa algo?— preguntó la madre
- No señora, para nada. Solo que pocas adolescentes llegan acá por estos motivos— comentó el más gordo de los dos.
- Si, hace medio año tuvimos a otra amante del fuego. En su último atentado la llevaron de urgencia al Hospital General pero la pobre no corrió con mucha suerte. — sentenció el otro.

El sonido del sello cayó sobre la autorización de pase mientras la puerta de la habitación se abría. En la mesa del fondo ella aguardaba por nosotras.