jueves, 26 de marzo de 2015

Las sobrevivientes

Sospechaban que ella se acercaba. Era difícil no notarlo. Ese crujir de los tacos sobre la madera la delataba. Se asustaron y empezaron a temblar más de lo que normalmente lo hacían, sobre todo cuando a ella se le ocurría emplear el frio máximo para conservarlas perfectas, como si fuesen hechas de porcelana. Luego lo sintieron a él, a quien también era fácil notarlo. Tenía la costumbre de encenderles y apagarles la luz a cada rato. Le costaba decidir que le apetecía y su duda se debatía entre el vaivén de abrir y cerrar la puerta. Ellas ya estaban acostumbradas, excepto la sandía, quien era nueva en aquel sitio. Había llegado en la tarde del día anterior. Por lo que las demás pudieron escuchar había sido obsequiada. Luego se enteraron, por la sandía propiamente, que primero estuvo habitando en ese lugar inmenso donde hay muchos de su especie y al cual llamaban supermercado.  Y luego la agarraron, la cubrieron cuidadosamente y la llevaron a aquella pequeña especie de casa blanca y helada donde ahora esperaba - junto con las otras frutas- saber cuál sería su próximo destino. Por las voces en el exterior supieron que ya estaban ambos ahí. Ella comentaba sobre lo deliciosas que son las frutas. El agarraba aquel cuchillo color oxido, de quien se contaban historias horrorosas. De repente se abrió la puerta, la luz se hizo presente  y en cuestión de segundos, de un potente portazo la obscuridad había vuelto, pero la sandía ya no estaba más entre ellas. Frutillas, naranjas e incluso la amargada piña se miraron tristemente, pero con el alivio de saber que habían sobrevivido a un desayuno más.