Sospechaban que ella se acercaba. Era
difícil no notarlo. Ese crujir de los tacos sobre la madera la delataba. Se
asustaron y empezaron a temblar más de lo que normalmente lo hacían, sobre todo
cuando a ella se le ocurría emplear el frio máximo para conservarlas perfectas,
como si fuesen hechas de porcelana. Luego lo sintieron a él, a quien también
era fácil notarlo. Tenía la costumbre de encenderles y apagarles la luz a cada
rato. Le costaba decidir que le apetecía y su duda se debatía entre el vaivén
de abrir y cerrar la puerta. Ellas ya estaban acostumbradas, excepto la sandía,
quien era nueva en aquel sitio. Había llegado en la tarde del día anterior. Por
lo que las demás pudieron escuchar había sido obsequiada. Luego se enteraron,
por la sandía propiamente, que primero estuvo habitando en ese lugar inmenso donde
hay muchos de su especie y al cual llamaban supermercado. Y luego la agarraron, la cubrieron
cuidadosamente y la llevaron a aquella pequeña especie de casa blanca y helada
donde ahora esperaba - junto con las otras frutas- saber cuál sería su próximo
destino. Por las voces en el exterior supieron que ya estaban ambos ahí. Ella
comentaba sobre lo deliciosas que son las frutas. El agarraba aquel cuchillo
color oxido, de quien se contaban historias horrorosas. De repente se abrió la
puerta, la luz se hizo presente y en cuestión
de segundos, de un potente portazo la obscuridad había vuelto, pero la sandía
ya no estaba más entre ellas. Frutillas, naranjas e incluso la amargada piña se
miraron tristemente, pero con el alivio de saber que habían sobrevivido a un
desayuno más.