lunes, 27 de julio de 2015

Zambullido

El libro se había convertido en una extensión de su mano. Sobre todo ahora que su circunstancia coincidía con la de Fernando, el personaje principal. Ella sentía que aquella arena sobre la que estaba echada era la misma que, en la novela, corría por los dedos del protagonista cuando éste aventaba un poco al pelo de su querida Lucy, una chica excesivamente encantadora que en ocasiones despertaba en el lector el más cruel de los cariños, y otras veces el más benévolo de los odios.
- ¿Realmente te quedarás acá con tu ficción? Mira qué rica se ve el agua - interrumpió su compañero de viaje - Lo sé, pero ya estoy tan cerca de terminar el capítulo final y si lo cierro  justo en este momento aunque vaya a divertirme contigo, mi pensamiento quedaría atrapado entre sus páginas. Adelántate que ya mismo estaré ahí – A medida que las pisadas de él se alejaban, los ojos de ella -como dos adictos- volvían a consumir la lectura

El pobre hombre entra a aquella bañera de champagne salado. Al igual que un crío inseguro, él también retuerce sus dientes al sentir como el frío agarra sus pies. Desde la orilla su amiga escondida detrás de un libro,  lo observa con la meticulosidad de quien estudia a un insecto. 

Ella, quien se sentía cada vez más inmersa en el escrito, continua leyendo

…Una y otra vez él busca zambullirse hasta el fondo de la espuma marina y recuperar aquella sonrisa de niño que un día tuvo. Sonrisa que le truequeó a la vida por huesos más largos, preocupaciones complejas  y un empleo para comprar muchas cosas, excepto tiempo. 

Las ganas que sentía por terminar la última página eran igual de fuertes que las que sentía por no terminarla, sabía sin duda alguna, que aquella novela marcaría un antes y un después en su vida, sin esperar más prosiguió

… Entonces la ola, como una gran mano blanquecina, se eleva para luego en picada descender hasta él. Primero le acaricia el pelo, luego con mayor intensidad abofetea su rostro repetidamente para borrar cualquier rastro de autocontrol, común en los adultos. Como una madre primeriza lo envuelve por completo hasta desaparecerlo de las pupilas angustiadas de su amiga, quien ahora ha dejado caer el libro  y salta y grita como un chimpancé, a la vez que intenta retenerlo en sus ojos de amor no manifiesto. El sol besa la arena y ésta arde de pasión bajo los pies de las personas que se han amontonado para poder observar a dos pescadores que por su magistral nado se confunden con los peces; y cada tanto un ¨ ¿Lo encontraron?¨ emerge de alguna garganta y flota en el aire junto a las aves que aletean como intentando huir de ellas mismas. Sin duda alguna, la verdadera jaula no está hecha de barrotes, sino de huesos y cartílagos, piensa un extranjero de la multitud mientras las observa. La amiga es la primera en notar cómo, luego de un buen rato, un par de sombras comienzan a convertirse en figuras humanas a medida que de las profundidades retornan a la orilla. Una de ellas lleva adherida a su espalda una gran joroba que poco a poco al acercarse va tomando la forma de un tercer hombre. Segundos después los pescadores colocan ese cuerpo sobre la arena infestada por la multitud.

Ella, ahogada entre lágrimas y con la misma mano que se había negado a cerrar su libro para entrar con él al mar, ahora ante la mirada de pescadores y turistas cerraba los ojos de su compañero, ya zambullido en la eternidad. 

sábado, 11 de julio de 2015

Casi dulce

Su cara de durazno magullado me daba lástima, pobre. Incluso después del segundo calmante que navegó rápidamente por ese mar de sangre ella no cesaba de moverse. Era un revoltijo de músculos luchando contra aquella camisa, o mejor dicho, contra aquella cárcel de tela, porque eso es lo que parecía ser. Entonces, cuando movía el hombro derecho lograba desajustar un poco la correa de su pecho, y tan grande era su hambre de libertad que con aquellos míseros dos centímetros sueltos alimentaba su esperanza. Pero luego, al mover el hombro izquierdo la pretina de la correa de manera caprichosa volvía al lugar inicial y entonces la pobre se frustraba y de forma aún más berrinchuda movía sus piernas, que no hacían más que cambiar el dibujo de las sábanas. 
Los otros pasantes se reían, yo no. El médico, por su parte, con la misma empatía de un aparato electronico describía cada reacción. -¨Podemos observar un estado catatónico en las extremidades inferiores¨ - argumentaba cuando sus piernas, como dos palillos usados, caían rendidas ante la mirada del público de mándil. Los pasantes, como gallos de pelea, abominablemente desnudaban su horrendo pelaje servil hacia el profesor. 
Uno de ellos, luego de poner un pañuelo dentro de aquella boca gritona, agarró unas tenazas similares a las de una langosta y atrapó su cabeza. Segundos más tarde, ésta saltó como lo hace el maíz cuando se convierte en canguil. Otros dos sostenían el resto de su cuerpo y una de mis compañeras, a modo de destacarse apuntaba todo lo que escuchaba en una libretita tan grande como ella. A mi me asignaron la tarea más dificil, vigilar cómo se recuperaba en su habitación. Ya con todos sus sentidos dormidos la he acomodado cuidadosamente como a servilleta sobre el mantel. Ella me mira como buscando al humano detrás del mandil y entonces yo, en la penumbra verde del amanecer siento casi dulce pasar mi mano por aquel hombro, que aún medicado, se estremece y me rechaza. 


viernes, 3 de julio de 2015

Fermín

Los gritos de los vecinos interrumpieron la curiosidad de los demás. Incluso la hija menor, quien había estado arrodillada por horas cómo pidiéndole perdón a la difunta, se levantó de inmediato. Todos salieron de la casona y Fermín fue el único que se dispuso a atraparla. Era larga y ruidosa, algunos decían que también era venenosa. Lo cierto es que se había acomodado plenamente sobre el mesón mientras comía trozos de los libros de cocina que la anciana solía, años atrás, leer. Fermín la agarró con tal facilidad como si aquel reptil confiara plenamente en él. Ante las miradas de los invitados que gritaban que la desaparezca, él caminó nada más que hasta el fondo del jardín, donde la guardó en una caja y volvió al velatorio.
La muerte de la señora Rosa la supo de inmediato todo el barrio. –Para ser popular solo hay que morirse – murmuraba Fermín mientras servía el café con roscas a decenas de vecinos que se amontonaban como polvo para ver el féretro. Fermín, quien había trabajado para la Doña durante los últimos veinte años no sabía si la gente se acercaba por fraternizar con la familia o por comprobar el tamaño de las roscas que la anciana merendaba todas las tardes en el balcón. La mencionada merienda había llamado la atención de todos, especialmente de los niños – Mira mamá, el dedo de la vieja parece un grano de chocolate – solían comentar al ver cómo Doña Rosa asentaba su pulgar sobre la rosquilla. Fermín recordaba estos episodios con claridad, porque era él quien tenía que apaciguar a la anciana al escuchar a aquellos ¨mocosos¨ -como ella les decía- burlarse a metros de su balcón. Lo cierto era que la difunta tenía un carácter inaguantable, ni siquiera sus propios hijos solían visitarla. – Tu eres como un hijo para ella Fermín, te quiso desde que eras un chiquillo, ahora te toca a ti cuidarla- habían sido las palabras que el mayor de los hijos le dijo al buen Fermín la última vez que fue a visitarla. Y en efecto, Fermín se sentía como un hijo o al menos pretendía serlo. Todas las mañanas le preparaba el desayuno y la alimentaba, tal como ella había hecho con él desde el día que lo descubrió como una ratita asustada hurgando en el basural. A la tarde, le leía algún libro y le contaba historias que inventaba sobre los vecinos. Ella, con su rostro seco como hoja de otoño, creía cada invento que a Fermín se le ocurría - qué imaginación tan colorida la tuya equeco de mis entrañas - decía la anciana mientras sacaba cualquier pelusa inexistente de aquel poncho arco iris que él siempre llevaba puesto. Luego de bañarla y acostarla, él también se iba a descansar a aquella habitación que le habían asignado desde siempre. Algunas noches no dormía pensando en lo difícil que era cuidarla, pero todo disfraz repugna a quien lo lleva, pensaba. Y era mejor disfrazarse de hijo que de ladronzuelo, como lo hacía cuando ella lo rescató.

Luego de marcharse el último primo lejano del velatorio, la casa quedó vacía. Fermín terminó de limpiar todo excepto las migas de rosquillas. Esas las juntó en un pequeño plato de porcelana y se dirigió hacia el jardín. Su nueva amiga, quien asomó la cabeza apenas se abrió la caja, mordió los pedazos de inmediato. Con su cola alambrada produjo un ruido amenazante para muchos, pero para la imaginación tan colorida de Fermín era más bien el sonido del agradecimiento. De inmediato, agarró uno de los libros y empezó a leérselo a viva voz.