martes, 11 de noviembre de 2014

Dolores de pubertad

La primera vez que lo noté me pareció la cosa más extraña del mundo, o mejor dicho de mi mundo. Fue a los quince años. En el incidente participaron mis amigos, la hermosa Dolores y la última película de James Bond que recién se había estrenado. Cómo ya se han de imaginar yo estaba perdidamente ilusionado con Dolores, y ella estaba maravillada de tan cómica situación. Digo cómica porque pretender que la hermana mayor de tu amigo se fije en ti a los quince años solo da para reírse. Aquella noche olvidé que su propósito era cuidarnos y quise creer que era una más de nosotros. Una como cualquiera de las chiquillas que si estaban a mi alcance. Solo que sin espinillas, frenillos ni labial con olor a fresa. Dolores era una mujer con una mirada similar al pinchazo de una aguja enhebrada que luego, muy lentamente, te empezaba a tejer todito por dentro. Yo era un chiquillo que aquella noche pretendía crecer en el transcurso de lo que dura un beso robado. Y no fue sino hasta que sentí el ardor de su mano bien abierta estrellándose contra mi mejilla que me percaté que él único galán de la noche había sido James Bond. Entre las carcajadas de mis amigos, (incluyéndolo a su hermano) y el enojo de ella me quedé petrificado como un dedo en el resorte listo para disparar. Fue por eso que no me extrañó ver lo que vi al llegar a casa. Frente al espejo había alguien que ya no era yo. Alguien que sí había crecido, pero no por el beso sino por el rechazo. Parado frente a mí -por primera vez-  se encontraba el reflejo de un hombre.