La primera vez que lo noté me pareció
la cosa más extraña del mundo, o mejor dicho de mi mundo. Fue a los quince
años. En el incidente participaron mis amigos, la hermosa Dolores y la última película
de James Bond que recién se había estrenado. Cómo ya se han de imaginar yo
estaba perdidamente ilusionado con Dolores, y ella estaba maravillada de tan
cómica situación. Digo cómica porque pretender que la hermana mayor de tu amigo
se fije en ti a los quince años solo da para reírse. Aquella noche olvidé que
su propósito era cuidarnos y quise creer que era una más de nosotros. Una como
cualquiera de las chiquillas que si estaban a mi alcance. Solo que sin
espinillas, frenillos ni labial con olor a fresa. Dolores era una mujer con una
mirada similar al pinchazo de una aguja enhebrada que luego, muy lentamente, te
empezaba a tejer todito por dentro. Yo era un chiquillo que aquella noche pretendía
crecer en el transcurso de lo que dura un beso robado. Y no fue sino hasta que
sentí el ardor de su mano bien abierta estrellándose contra mi mejilla que me
percaté que él único galán de la noche había sido James Bond. Entre las
carcajadas de mis amigos, (incluyéndolo a su hermano) y el enojo de ella me
quedé petrificado como un dedo en el resorte listo para disparar. Fue por eso
que no me extrañó ver lo que vi al llegar a casa. Frente al espejo había alguien
que ya no era yo. Alguien que sí había crecido, pero no por el beso sino por
el rechazo. Parado frente a mí -por primera vez- se encontraba el reflejo de un hombre.