miércoles, 27 de abril de 2016

Reencuentro

¡Qué bueno que viniste! Siéntate donde desees. Yo me quedaré acá, en el borde de la cama. Sí, ahí en el banco está bien.  ¿Puedes creerlo, padre? Una hora más y finalmente podré irme contigo de acá. A las catorce horas, así decía el comunicado. Irónico, ¿cierto? Aún recuerdo a mi vieja decirme de niño « ¡Carlitos, Carlitos, Carlitos! Cuánta decisión la tuya al entrar en este mundo. Pese a enredarte con el cordón, luchaste por vivir y a las dos de la tarde en punto chillaste a todo pulmón » Ella no vendrá hoy, por cierto. Me han permitido llamarla más temprano pero me ha dicho que lo prefiere así. Que se quedará en casa y que me quiere, dijo. No frunzas el ceño. Tú la conoces mejor que yo. Seguramente irá a la cocina. Encenderá con esas manos agrietadas la hornilla. Pondrá la pava a calentar, y luego cuidadosamente, colocará un puñado de hojas de tilo en aquella taza de flores que le regalé en su cumpleaños. Exprimirá media tajada de limón en ella y cuando el agua esté hirviendo la verterá casi hasta el borde. Eso la calmará en seguida, así podrá recostarse un poco y cerrar sus ojos sin llorar tanto por mí. Además, esto es algo entre tú y yo.

Hoy la comida ha sido un lujo. Un puré de papas sin grumos, tal como me gusta. El guiso de res lo han preparado con vino tinto y champiñones, así se los indiqué. Pero lo mejor lo tengo acá, intacto aún. Un trozo de pastel de chocolate, como el que solíamos comer los domingos en la merienda. Este lo he guardado para ti. Sí, sí, lo podremos disfrutar después.  ¿Qué si tengo temor? Ya no. No creo que exista nada más aterrador que todo lo que he vivido acá. Pero hoy es un día distinto, revelador, tanto o más que aquella tarde cuando nos volvimos a ver. ¿Recuerdas que llevabas puesta esta misma camisa de lino azul que usas ahora? Yo apenas tenía quince años. Aquél mes había sido un constante ir al colegio y recibir pura crueldad de mis compañeros. Seguro fue como una peli de acción, me decían. Que cómo lucías cuando te encontraron, preguntaban. Que sí se siente bien ser hijo de un cobarde y demás comentarios que incluso los profesores parecían no querer silenciar. Como si cada detalle de la tragedia les produjera una mueca extraña. Mezcla de un genuino entretenimiento y una mal fingida preocupación. Sí, ya sé que en esa época ni sospechaba que seguías conmigo.  ¿Cuándo lo noté? Pero si ya te lo he contado muchas veces. Ocurrió después de clases. Al volver a casa me saqué los zapatos y caminé en puntas de pie para no despertar a mamá, quien desde el incidente no había vuelto a trabajar. Solía pasar en pijamas y dormir todo el día, rodeada de frascos. Con cautela recorrí todo el pasillo de la sala en dirección a mi dormitorio, pero antes de llegar sentí un viento suave sobar mi cabeza. Luego fue aquella sombra fugaz que la punta de mi ojo derecho alcanzó a ver lo que me inquietó. Cuando avancé hacia donde se había ido, ahí parado en medio del jardín estabas tú. Habías vuelto y lucías como si nada hubiera ocurrido. Tenías la misma sonrisa con la que solíamos jugar a la pelota cuando yo era un niño.  ¡Sí, exacto! Lucías libre.

¿Ya, tan pronto? ¿Solo media hora más es lo que han dicho, papá? ¿Si me arrepiento? Pues no. Siempre confié en ti. Aún recuerdo la cara de mi madre cuando le comenté de nuestros encuentros. ¡Basta con eso! El ya no volverá, me decía. Solo cuando la increpé con lo que tú me habías contado se quedó con la boca trabada y sus ojos se aguaron. ¿Cómo te enteraste?, me preguntó. Mi padre me lo ha dicho, le dije. Sobre tus llamadas ocultas con mi tío, sus escapadas a la playa, me ha dicho todo lo que le escondieron durante años y cómo aquél día, cuando él los descubrió, fue su propio hermano quien le dio la soga. La cara de mi madre lucía como estatua de cera. No sabía si era a causa de lo que había escuchado o de la cantidad de medicamentos que tomaba. Clavó una mirada tan fuerte en mí que sentí que algo logró romper, se levantó del sofá y sin cambiarse de ropa, agarró su bolso del mesón, luego avanzó hasta la puerta principal, sin cerrarla continuó caminando hasta llegar al auto, lo abrió torpemente para luego encenderlo y acelerar hasta perderse de mi vista. De ella no supe más en años. Yo ya estaba acá cuando vino a visitarme. ¿Te acuerdas? Sobabas mi cabeza mientras ella me reprochaba lo que había hecho. Sé que ella por un momento colocó su mirada sobre ti aunque se empeñaba en negarlo. No seas tonto. Es  la sombra de la mesa, me dijo. Es deber de un hijo vengar a su padre, contestaba yo a sus reclamos. Además, yo no sabía que mis primos iban a estar ahí también, intentaba explicarle. Pero fue en vano. Solo se tapaba la cara con ambas manos para que no la vean llorar, pero sus quejidos se escuchaban en todo la sala de visitas.

¡Pobre la vieja!, padre. Seguramente ya se habrá tomado a esta hora su té. Seguramente estará durmiendo como un ángel cuando el guardia que abra la celda, me tome del brazo y me lleve a aquel cuarto. Sí, seguramente ya estará dormida cuando tú y yo volvamos a estar juntos. Esta vez, por la eternidad.