¡Qué bueno que
viniste! Siéntate donde desees. Yo me quedaré acá, en el borde de la cama. Sí,
ahí en el banco está bien. ¿Puedes
creerlo, padre? Una hora más y finalmente podré irme contigo de acá. A las
catorce horas, así decía el comunicado. Irónico, ¿cierto? Aún recuerdo a mi
vieja decirme de niño « ¡Carlitos, Carlitos, Carlitos! Cuánta decisión la tuya
al entrar en este mundo. Pese a enredarte con el cordón, luchaste por vivir y a
las dos de la tarde en punto chillaste a todo pulmón » Ella no vendrá hoy, por
cierto. Me han permitido llamarla más temprano pero me ha dicho que lo prefiere
así. Que se quedará en casa y que me quiere, dijo. No frunzas el ceño. Tú la
conoces mejor que yo. Seguramente irá a la cocina. Encenderá con esas manos
agrietadas la hornilla. Pondrá la pava a calentar, y luego cuidadosamente,
colocará un puñado de hojas de tilo en aquella taza de flores que le regalé en
su cumpleaños. Exprimirá media tajada de limón en ella y cuando el agua esté
hirviendo la verterá casi hasta el borde. Eso la calmará en seguida, así podrá
recostarse un poco y cerrar sus ojos sin llorar tanto por mí. Además, esto es
algo entre tú y yo.
Hoy la comida ha
sido un lujo. Un puré de papas sin grumos, tal como me gusta. El guiso de res
lo han preparado con vino tinto y champiñones, así se los indiqué. Pero lo
mejor lo tengo acá, intacto aún. Un trozo de pastel de chocolate, como el que
solíamos comer los domingos en la merienda. Este lo he guardado para ti. Sí,
sí, lo podremos disfrutar después. ¿Qué
si tengo temor? Ya no. No creo que exista nada más aterrador que todo lo que he
vivido acá. Pero hoy es un día distinto, revelador, tanto o más que aquella
tarde cuando nos volvimos a ver. ¿Recuerdas que llevabas puesta esta misma
camisa de lino azul que usas ahora? Yo apenas tenía quince años. Aquél mes
había sido un constante ir al colegio y recibir pura crueldad de mis compañeros.
Seguro fue como una peli de acción, me decían. Que cómo lucías cuando te
encontraron, preguntaban. Que sí se siente bien ser hijo de un cobarde y demás
comentarios que incluso los profesores parecían no querer silenciar. Como si
cada detalle de la tragedia les produjera una mueca extraña. Mezcla de un
genuino entretenimiento y una mal fingida preocupación. Sí, ya sé que en esa
época ni sospechaba que seguías conmigo.
¿Cuándo lo noté? Pero si ya te lo he contado muchas veces. Ocurrió después
de clases. Al volver a casa me saqué los zapatos y caminé en puntas de pie para
no despertar a mamá, quien desde el incidente no había vuelto a trabajar. Solía
pasar en pijamas y dormir todo el día, rodeada de frascos. Con cautela recorrí todo
el pasillo de la sala en dirección a mi dormitorio, pero antes de llegar sentí
un viento suave sobar mi cabeza. Luego fue aquella sombra fugaz que la punta de
mi ojo derecho alcanzó a ver lo que me inquietó. Cuando avancé hacia donde se
había ido, ahí parado en medio del jardín estabas tú. Habías vuelto y lucías
como si nada hubiera ocurrido. Tenías la misma sonrisa con la que solíamos
jugar a la pelota cuando yo era un niño.
¡Sí, exacto! Lucías libre.
¿Ya, tan pronto?
¿Solo media hora más es lo que han dicho, papá? ¿Si me arrepiento?
Pues no. Siempre confié en ti. Aún recuerdo la cara de mi madre cuando le comenté
de nuestros encuentros. ¡Basta con eso! El ya no volverá, me decía. Solo cuando
la increpé con lo que tú me habías contado se quedó con la boca trabada y sus
ojos se aguaron. ¿Cómo te enteraste?, me preguntó. Mi padre me lo ha dicho, le
dije. Sobre tus llamadas ocultas con mi tío, sus escapadas a la playa, me ha
dicho todo lo que le escondieron durante años y cómo aquél día, cuando él los
descubrió, fue su propio hermano quien le dio la soga. La cara de mi madre
lucía como estatua de cera. No sabía si era a causa de lo que había escuchado o
de la cantidad de medicamentos que tomaba. Clavó una mirada tan fuerte en mí
que sentí que algo logró romper, se levantó del sofá y sin cambiarse de ropa,
agarró su bolso del mesón, luego avanzó hasta la puerta principal, sin cerrarla
continuó caminando hasta llegar al auto, lo abrió torpemente para luego
encenderlo y acelerar hasta perderse de mi vista. De ella no supe más en años.
Yo ya estaba acá cuando vino a visitarme. ¿Te acuerdas? Sobabas mi cabeza
mientras ella me reprochaba lo que había hecho. Sé que ella por un momento colocó
su mirada sobre ti aunque se empeñaba en negarlo. No seas tonto. Es la sombra de la mesa, me dijo. Es deber de un
hijo vengar a su padre, contestaba yo a sus reclamos. Además, yo no sabía que
mis primos iban a estar ahí también, intentaba explicarle. Pero fue en vano. Solo
se tapaba la cara con ambas manos para que no la vean llorar, pero sus quejidos
se escuchaban en todo la sala de visitas.
¡Pobre la
vieja!, padre. Seguramente ya se habrá tomado a esta hora su té. Seguramente
estará durmiendo como un ángel cuando el guardia que abra la celda, me tome del
brazo y me lleve a aquel cuarto. Sí, seguramente ya estará dormida cuando tú y
yo volvamos a estar juntos. Esta vez, por la eternidad.