viernes, 26 de diciembre de 2014

Silencio de Atico

No sé por qué has decidido regalarle la casa de muñecas más grande de la tienda cuando bien te he dicho que ella ya tenía una, no tan presuntuosa como la que le diste claro, sin esos azulejos tan diminutos y perfectos en los baños, ni las escalerillas de madera relucientes que dan la impresión de estar recién pulidas; Pero nada de eso me ha impresionado, ni siquiera el mini juego de té de porcelana que combina con la alfombra diminuta del living, mientras más me fijo en cada uno de sus detalles, más la detesto. Cómo si cada descubrimiento decorativo fuese un piojo en la cabeza, mi asco aumenta mientras más numerosos son.
Ya le dije a Juan que la guarde en el ático, allá con las otras cosas que año tras año has intentado introducir en su vida, no sé por qué lo sigues tratando, ya sé con lo que vas a salir, me dirás lo que año tras año me has contestado cuando he intentado discretamente hacerte entrar en razón. La nena no te necesita, me tiene a mí y también a Juan, quién lo sabe todo, no pienses que es un idiota. Cuando la conoció con sus facciones tan finas y esos ojos de búho que lo miraban fijamente lo supo de inmediato sin embargo no me lo mencionó, tal vez por temor a incomodarme; Pero yo que estaba atenta a su primera reacción me di cuenta, pero tampoco le mencioné que era en vano que disimule, tal vez por temor a asustarlo. ¡Sabré yo cómo se asustan los hombres con las mujeres que hablan de lo que saben!
Los primeros dos años fueron los más difíciles, en las madrugadas la nena lloraba y chillaba pidiendo alimento. Cuando intentaba darle de mamar lloraba más y en lugar de pegarse a mi pezón se alejaba, como si supiese lo que estaba ocurriendo. Y durante el día, cuando lograba calmar su llanto con alguna muñeca improvisada que la esponja del baño y unas tijeras me permitían crear (ya sabes cómo es mi economía) era mi cabeza la que no me dejaba tranquila, surgían los cuestionamientos que creo que las mujeres en mi situación se habrían hecho, pero jamás confirmé eso, ya que nunca conocí a una mujer en mi situación y aún si la hubiese conocido no le hubiese confesado dicha similitud. Siempre me catalogaste de desconfiada y ahora me doy cuenta que tenías razón. Pero los cuestionamientos moralistas también tienen su otoño y al igual que los árboles, sus hojas culposas pierden peso y caen; Y continué esperando que la costumbre airosa de lo cotidiano ponga color a este árbol, que aunque algo torcido ya tenía su tan anhelado fruto.
No te contaré sobre los siguientes años, es en vano escribirte sobre lo que imagino ya has averiguado, pero con Juan en mi vida y en la de la nena todo mejoró notablemente. Fue en su noveno cumpleaños cuando Juan mientras limpiaba el ático descubrió todos aquellos preciosos juguetes, amontonados y disfrutados únicamente por las ratas que cada noche roían un centímetro más del conejito de madera, ese que al tirar de la cuerda se movía sonriente, o de la muñeca de trapo que dijiste traérsela de tu viaje a Italia, así como los pinceles con acuarelas , los vestiditos, los zapatos de charol, los cuentos de princesas rescatadas y quién sabe con exactitud cuántas cosas más Juan encontró aquella tarde en el ático. Afortunadamente la nena estaba conmigo en el jardín alistando todo para recibir a sus amigas y nunca sospechó nada. Claro que luego de la fiesta, entre Juan y yo era en vano seguir disimulando y aunque desde el inicio yo supe que él conocía mi secreto me aterraba que al confirmárselo nos abandone, hay una diferencia enorme entre pensar que un lugar está embrujado y ver al fantasma.
Al principio enmudeció pero dos vasos de agua después empezó a preguntarme muchas cosas, como un chiquilín a quien le hablan sobre dinosaurios; Me preguntó si alguien más sabía y le tuve que mencionar sobre mi error de confesárselo al cura; Yo era apenas una chiquilla aterrada, la gente aterrada hace estupideces y la religión sobrevive gracias a la gente aterrada, pero de eso no me percaté aquel día cuando salí del hospital con una sonrisa en los labios y una llaga que ardía en mi pecho. Por eso, apenas puse al bebé en la cuna y mientras mi familia y su padre, quien luego dejaría de ser mi marido, celebraban su llegada al mundo, agarré un taxi hasta la iglesia más cercana. Si te
contara la expresión que puso el cura cuando le conté lo sucedido; No necesité verle la cara, lo supe porque aunque hizo el esfuerzo de mantener un tono de voz calmado no logró disimular su asombro en el “Dios te perdone hija mía”, a veces no hay gesto más claro que la voz. En ese momento debí sospechar que él te lo contaría todo. Los humanos somos animales traicioneros, más aun los que no cogen.
Juan escuchaba todo con atención, desde cómo nos hicimos amigas en el Instituto hasta cómo siempre envidié tu forma tan natural de llevarte con los chicos, aquellos que para mí eran inalcanzables tú los transformabas en tus amantes; Y luego venían los detalles de cada perversidad que te hacían por las noches, esas mismas noches en que yo cuidaba a mi abuela, quien me hablaba de las virtudes de una dama, (las perversidades no estaban en esa lista).
También le detallé cómo por casualidad años después nos reencontramos, ambas con embarazos avanzados, pero tú te quejaste de cómo tu cuerpo había engordado ¿recuerdas?, ¡qué rabia me causó escucharte decir que no amamantarías a tu bebé para que tus senos no se deformen!, y te reíste de mí porque yo estaba ansiosa por hacerlo. Siempre fuiste una bestia más ruin que yo pero jamás me animé a decírtelo, ya sabes, por mi problema de confianza. Luego de nuestro encuentro los meses siguientes fueron aún más extraños, visitas juntas al médico (tu marido jamás te podía acompañar por sus viajes y el mío ni siquiera inventaba un viaje para justificar su ausencia). Cuando nos enteramos que ambas tendríamos dos nenas, tú empezaste a abrazarme de la emoción, yo en cambio no volví a descansar bien. Me era inevitable preguntarme qué nena sería la más linda, cómo trataría tu nena a la mía, ¿sería la mía la que no disfrute por las noches?, o en esta ocasión ¿sería la tuya la que escuche a la mía relatarle todas sus aventuras amorosas? ¡Cómo podía saberlo! Realmente no quería saberlo, prefería la intriga a la decepción.
No te mentiré, me costó mucho relatarle a Juan lo que pasó en el hospital, mucho más que cuando se lo dije al cura, creo que porque esta vez fui consciente del riesgo que era decírselo; Pero incluso le hablé de las rosas que recibiste el día que nacería tu nena, lo recuerdo claramente porque yo estaba en la cama de a lado, no te bastó con que nuestras hijas compartieran el mismo sexo, también insististe en fijar la misma fecha de parto y en habitación doble, a ti no te bastaba nada y yo me alimentaba de tu insatisfacción. Nunca lo sentí como dos futuras madres compartiendo experiencias, lo sentía como ser la elegida para acompañar a la chica más linda del Instituto, así sea anestesiadas, así sea pariendo. Le comenté que mientras paría a mi hija pensaba en que sin importar que tan linda me hubiesen dicho que era, de seguro mi nariz de gancho o la boca torcida del padre harían de su rostro un retrato imperfecto de una niña hermosa.
Tú quedaste tan débil después de parir que dormiste profundamente, ni siquiera pudiste conocer a tu pequeña; Recuerdo como roncabas esa madrugada, me parecía intolerable cómo podías descansar tan plácidamente sin antes haber visto a quien llevaste por meses adentro tuyo.
La noche avanzaba, tú dormías y los bebés en sus cuneros hacían de la habitación un lugar casi pacífico. Me levanté sigilosamente, las ganas de saber quién había parido a la bebé más linda me animó a acercarme al cunero junto a tu cama; La contemplé como se hace con la luna, maravillada y enamorada. Me enamoró tanto ver tu rostro en ella; Quizás fue por eso que cuando mi pequeña no se movió dentro de su cunero no dudé en poner al bebé muerto de tu lado y al vivo del mío. Tengo grabada tu cara de tristeza a la mañana siguiente, llorabas como río desbordado. Nunca te había visto así, anhelando sin saber lo que ahora era mío.
Juan no me juzgó, posiblemente por ser extremadamente bueno o despiadadamente malo. También supo que desde que te enteraste, año tras año has intentado recuperarla, que has mandado esos obsequios costosos a mi humilde morada y que incluso le pediste al cura que testifique a favor tuyo para poder actuar legalmente, pero por suerte las agallas de dicho sacerdote no son proporcionales con el tamaño de su lengua.
Desde tu aparición he pasado asustada pensando que en algún momento lograrías apartarla de mi lado. Juan que me quiere tanto pasaba preocupado pensando en que la angustia podía enfermarme.

En cambio ahora sonrío tranquilamente. Me causa gracia imaginarme tu cara de asombro al recibir por primera vez una carta mía. Tus ganas de usar este escrito en mi contra y tu frustración al ir a buscarme con la policía, y solamente encontrar una refinada casa de muñecas engullida por una humilde vivienda de humanos, situada en la ciudad gris de un país en el que ni Juan, ni la nena ni yo vivimos más.

* Cuento publicado en el libro "Antología 2014"- Purapalabra Ediciones

jueves, 25 de diciembre de 2014

Minuto



Mientras en el hospital local una vena brota de la garganta del recién nacido quién con un grito desesperado se inicia en la vida; A kilómetros de distancia, en el mismo pero distinto minuto, otra vena  -como lucecita rota- se apaga del cuerpo del soldado fusilado a manos del ejército enemigo. Lágrimas de algarabía invaden esos rostros familiares que al anuncio de ¨ ¡Es un varón! ¡Es un varón!¨ brillan de  contentamiento. Un padre orgulloso piensa en los pasos que al poco tiempo su hijo comenzara a dar, las sabrosas comidas que compartirán durante la cena y la cama tibia en la que se refugiara cada noche luego del beso con el que él y su mujer sellaran su frente. También son lágrimas pero con sabor a dolor las que resbalan por aquellas caras que han fijado su mirada en el noticiero de la tarde. Ese en el que acaban de informar el fallecimiento del soldado. Quien además era esposo, padre e hijo del anciano que desde la silla lo ha escuchado todo, y a quien la parálisis de sus piernas no le impide comprender que su hijo ya no tendrá más pasos por avanzar, ni otra comida que compartir y que ya no habrá cama que lo acobije a la noche después del beso con el que solía sellar la frente de sus pequeños. Ese par de críos que – mientras la familia llora su reciente orfandad –  juegan con el soldadito verde con negro que Papa Noel les trajo por Navidad.