domingo, 20 de marzo de 2016

Querida Mía


 Aquella madrugada había sido Renato quien se había despertado por causa de los murmullos de Mía. Ella, acostada a su lado y con los ojos aún cerrados, temblaba como hoja de papel al viento. Su cabellera negra la tenía empapada de sudor, y sus labios, algo resecos, balbuceaban dos o tres palabras que resultaban imposibles de entender.
¡Amor! ¡Despierta! — le dijo él mientras con una fuerte sutileza sacudía el brazo izquierdo de la joven.
¡Ayuda! — gritó cuando impulsada como resorte se levantó con los ojos bien abiertos, emitiendo un sonido de garganta asfixiada.
Tranquila — le dijo — ha sido solo una pesadilla. En un abrazo la cubrió por completo y sintió a su corazón latir como un polluelo recién salido del cascarón.
Ha sido la misma pesadilla de toda la semana, Renato — la voz de ella se empezaba a quebrar de a poco — otra vez la misma estúpida pesadilla. La misma mujer mirándome fijamente, el mismo tren — las lágrimas brotaban de sus ojos y caían por ese par de labios temblorosos — y el mismo final para mí, sabes. Otra vez me despierto antes de, ya sabes, antes de que el tren …
Ya pasó— la interrumpió él— Ahora estás a salvo — le dijo con tono tranquilo, casi a modo de susurro— Tu quédate acá recostada, iré a prepararte un té — se calzó los pies, abandonó la cama y salió del cuarto en dirección hacia la cocina.
Luego de beber el té, la respiración de Mía ya no sonaba agitada, su rostro había recobrado la tonalidad rosada y su mirada yacía sobre los ojos de su novio.
¿Te sientes mejor? — le preguntó—Talvez mañana podrías pedir permiso en la oficina y descansar — dijo él mientras retiraba la taza vacía de las manos de ella y la colocaba sobre el velador.
Talvez debería llamar a mamá. — contestó ella como si no hubiese escuchado su sugerencia
¿Otra vez con eso Mía? Con lo supersticiosa que es tu madre, seguro tus nervios empeoran. — protestó con tono firme.
No me mires así. Ella es la única que ha pasado por esto. Y alguna manera habrá encontrado para resolverlo.
¿Quieres resolverlo? — continuó él— entonces podrías llamar a tu terapeuta. Eso sí sería conveniente. — concluyó.
No, gracias. Prefiero el parloteo de mi madre antes que volver a terapia. Los psicoanalistas son unos insoportables— al segundo de haber dicho eso, fue ella quien inmediatamente agarró el brazo de él — incluyéndote — le dijo con una leve sonrisa en el rostro. Luego lo besó.

Tan pronto escuchó el auto de Renato arrancar por la mañana, Mía se levantó de su cama y corrió hacia el teléfono. Una vez que lo tuvo entre sus manos, empezó a marcar.
Mamá, me ha vuelto a pasar— le dijo Mía a su madre.
¿Qué cosa mi vida? Dime que tú estás bien— la voz de la señora sonaba aún más nerviosa que la de la joven.
El sueño, madre. Aquél sueño del tren avanzando, aquel que te conté el otro día — prosiguió sin detenerse— Quiero saber qué significa. Dime por favor cómo lo solucionaste tu — exhaló.
Pero si yo no hice nada, hija. Ya te he dicho que era mi amiga Ramona la que en esa época solía descifrarme los sueños que tenía. — contestó la madre— Luego de clases nos juntábamos todas en la sala de su casa. Ella se acercaba una a una, escuchaba los sueños y decía cosas concretas sobre nuestro futuro y listo. No volvía a repetirse el sueño— luego de un largo suspiro continuó— ¡Sí que era buena Ramona! Ella sabía cuánto yo deseaba tener una hija y cuando estaba embarazada de ti gracias a ella supe que serías una nena. Pese a que los médicos decían que serías un ...
Esa historia ya me la has contado mamá — interrumpió Mía— pero nunca me habías dicho que luego de escuchar su predicción el sueño no volvía a repetirse— con la mano derecha Mía sostenía el teléfono contra su oreja, mientras que con la izquierda sacaba del velador su pequeña libreta y un lapicero— dime dónde vive esa tal Ramona, madre— preguntó.
No tengo su dirección actual, te daré la de aquella época. — titubeó la madre— luego de tu nacimiento no tuve más de esos sueños y dejé de frecuentarla.
Pensé que eran amigas
Lo éramos pero — continuó evasivamente— mira, si estas tan decidida a averiguar lo que sueñas, anda y si aún vive ahí de paso le preguntas si ya no anda de resentida — lo dijo con tono burlón.
Yo le pregunto mamá. Lo que sea con tal de ponerle fin a todo esto.

Eran las ocho de la noche cuando Mía descendió del metrobús en busca de Ramona. Abrió con sus manos temblorosas el bolsillo más pequeño de su cartera y sacó el papelillo. Lo miró y luego observó el rótulo pegado en la pared de la esquina. En efecto, se encontraba en la Calle Ayacucho. La misma que su madre le había dictado horas atrás por teléfono. Mía llevaba puesto un vestido recto color gris que contrastaba con el tono de su piel, y zapatos de tacones azules. Los cuales hacían a sus pies enredarse constantemente en aquél camino empedrado. Los faroles de aquella calle lucían tan deteriorados como las casas, y con la luz del día marchitándose casi por completo la tarea de leer los números colocados en cada portón de madera le resultaba a Mía casi un imposible. «Esto me pasa por venir después del trabajo» pensaba mientras intentaba, a paso inestable, acelerar la búsqueda de Ayacucho 512. Fueron tres cuadras las que tuvo que avanzar hasta dar con la casa. El lugar parecía no haber sido pintado en años. Había solamente una pequeña ventana de la que colgaba una cortina con encajes que alguna vez habían sido blancos. La puerta, color sarro, aparentaba poder ser abierta de una sola patada. Primero tocó despacio a la puerta, luego un poco más duro y luego de un rato, tocó con su puño tan fuertemente que un lado de la cortina colgada en la ventana se cayó. «Ya ni modo» pensó Mía mientras se alejaba. Las mismas cuadras que había recorrido minutos atrás con paso de esperanza, ahora eran caminadas con tanto desinterés que ya ni a sus pies les importaba tropezar.

Parada sobre la línea del metro sintió una mano tocar levemente su hombro. Al girarse ahí estaba, con una sonrisa de par en par, la mujer que había aparecido en su sueño la miraba con unos penetrantes ojos negros. Tenía el pelo rojizo, los dientes partidos y un velo de encajes caía sobre sus hombros hasta sus pies. La anciana, lentamente, acercó su rostro al oído de la joven, quien petrificada no lograba emitir más que un chillido casi inaudible, «Cuéntame tu sueño, Querida Mía» le susurró lentamente. Mía se desvaneció al instante. Caída, entre pestañeos intempestivos logró ver hacia arriba. En medio de una multitud que se cubría los ojos o lanzaba gritos de horror, se encontraba la anciana sonriendo fijamente. Como si estuviera disfrutando de aquél sonido a chispas que hace el motor eléctrico del Metro cuando se acerca a toda velocidad.