Han pasado dos
horas y su celular continúa apagado. He decidido salir a buscarla pero no sé
por dónde empezar. Pienso en ella pero también en Rebeca, y lo feliz que me he
sentido desde que la conocí. Le he pedido al taxista que deambulemos por las
plazas y calles cercanas a la casa y mientras mis ojos intentan localizarla, mi
cabeza continúa desmenuzando cada detalle de la pelea. - Yo por ti renuncié a
todo y así me lo pagas- me dijo y luego ese portazo que no derrumbó mi
espíritu, pero sí la perilla. Recuerdo que al agacharme a recogerla su mirada
aún intentaba fulminarme. Sobre la mesa el aparato delator seguía encendido
revelando mi mentira. No todos estos veinte años viviendo juntos han sido así de
malos, debo admitirlo. Los primeros estuvieron cargados de recuerdos
inolvidables. Ella aún conserva muchas fotos de aquella época, no hay reunión
familiar que no se convierta en pasarela de imágenes. Imposible describir las
caras de incomodidad que ponen los demás al sostener nuevamente sobre sus manos
nuestro pasado compilado en una Tablet. Cuando a ella le brillaba la sonrisa
por mí y yo la abrazaba cómo si de aquella mujer hubiera dependido mi vida
entera. Y luego llegan los comentarios sobre cómo ha pasado el tiempo y el
halago de decirnos que seguimos igual de hermosos para amortiguar cualquier
hilo de tensión previa. El taxi es antiguo y ruidoso, su interior está cubierto
por estampillas de santos y, en medio de todas, una gran Virgen María con el niño
Jesús en su regazo parece cuidarnos. El conductor me observa por el retrovisor
constantemente, disminuye la velocidad y sugiere que nos detengamos un momento
hasta saber hacia qué lugar ir. Se me ocurre entonces buscar a Rebeca y contarle
lo sucedido, la pobre no tiene ni idea de lo que ha ocasionado su último
mensaje. El auto se ha puesto en marcha nuevamente y con él un ruido a tuerca
floja se ha hecho presente. Recordé que horas antes un sonido similar había
hecho la puerta de su habitación cuando se entreabrió durante la pelea y cómo mis
pies se habían encaminado hacia el interior. Al verla sentí su afilado dolor
atravesarme el tórax. Siempre fui así de vulnerable, como pollo deshuesado
sobre un mesón, rodeado por cocineros que hacen de él lo que desean. En ese
instante fue ella quien me despellejó vivo con sus lágrimas. Me preguntó por
cuánto tiempo se lo había ocultado. Tres años, respondí. ¿La has traído a
nuestra casa? Mi silencio gritó que sí. Me sentí un cretino. -Lo recuerdo- es
lo que atiné a contestar cuando mencionó
las veces que le aconsejaron que se distanciara un poco de mí y cómo
ella nunca se apartó de mi lado, porque en su corazón siempre seríamos solo los
dos. La ruta está más congestionada que de costumbre a causa de una patrulla
que posiblemente ha decidido impedir el paso por ir en búsqueda de algún ladronzuelo.
Otros conductores golpean fuertemente las bocinas, pero el señor del taxi ha
preferido aprovechar la situación para contarme cómo ayudó a detener a unos
criminales cuando era joven, sonrío cual acto caritativo. Al igual que horas
atrás había hecho con aquel abrazo que ella me pidió. El cual me llevó de
vuelta a nuestra primera casa, donde cada noche mis miedos abrazaban a su
soledad. Le dije que podría seguir contando conmigo, que yo no desaparecería de
su vida. Su boca hizo un movimiento de risa fúnebre. Me preguntó por su nombre
y su edad. Luego quiso saber dónde nos habíamos conocido y qué sabía ella sobre
nuestro hogar. Respondí que yo no hablaba de esos temas con Rebeca y súbitamente
la habitación se volvió tan silenciosa como un trueno. Sus reclamos jugaron al
ping pong entre ambas paredes. A mi derecha, sobre una repisa, la colorida
tortuga de tagua que habíamos traído de algún viaje a la playa lucía
atemorizada. Agudicé la mirada y noté algo de complicidad por parte del animal,
o talvez solo se trataba de un exceso de pintura negra que le daba a su ojo
izquierdo cierta apariencia de guiño. Recuerdo que sonreí. - No, no me estoy
burlando de ti – le contesté. Por su gesto, supe que no me había creído.
Respiró profundamente y con la misma ternura que solía limpiar mis lágrimas
agarró mi celular de la mesa. Ya no escarbó en los mensajes y fue directamente
a las fotos. Su índice se movía por toda la pantalla como un director de
orquesta, hasta que la encontró. La fotografía gritaba juventud, tenía el sabor
de los primeros besos y esa mirada perdidamente inquietante que tienen las
rubias a los dieciocho. Me preguntó
quién más sabía al respecto. Le dije que mi padre. No me sorprende, comentó. Sacaste
lo peor de él. Agarró su bolso y se marchó. El taxi no ha logrado estacionarse
a la entrada de la Facultad porque hay mucha gente amontonada. Me abro paso
entre profesores y compañeros de carrera pero mi prisa no alcanza y cuando llego
encuentro a Rebeca caída en el pasto, el fluido proveniente de su cabeza ha
obscurecido sus cabellos. Un vacío de inexistencia se ha alojado en su mirada. El
oficial se acerca, señala a la víctima y luego con el mismo dedo apunta al
interior de la patrulla. Me hace una sola pregunta que me deja desarticulado
como tortuga sin caparazón. Solo logro
balbucear…es mi novia y es mi madre.
FIN