viernes, 3 de julio de 2015

Fermín

Los gritos de los vecinos interrumpieron la curiosidad de los demás. Incluso la hija menor, quien había estado arrodillada por horas cómo pidiéndole perdón a la difunta, se levantó de inmediato. Todos salieron de la casona y Fermín fue el único que se dispuso a atraparla. Era larga y ruidosa, algunos decían que también era venenosa. Lo cierto es que se había acomodado plenamente sobre el mesón mientras comía trozos de los libros de cocina que la anciana solía, años atrás, leer. Fermín la agarró con tal facilidad como si aquel reptil confiara plenamente en él. Ante las miradas de los invitados que gritaban que la desaparezca, él caminó nada más que hasta el fondo del jardín, donde la guardó en una caja y volvió al velatorio.
La muerte de la señora Rosa la supo de inmediato todo el barrio. –Para ser popular solo hay que morirse – murmuraba Fermín mientras servía el café con roscas a decenas de vecinos que se amontonaban como polvo para ver el féretro. Fermín, quien había trabajado para la Doña durante los últimos veinte años no sabía si la gente se acercaba por fraternizar con la familia o por comprobar el tamaño de las roscas que la anciana merendaba todas las tardes en el balcón. La mencionada merienda había llamado la atención de todos, especialmente de los niños – Mira mamá, el dedo de la vieja parece un grano de chocolate – solían comentar al ver cómo Doña Rosa asentaba su pulgar sobre la rosquilla. Fermín recordaba estos episodios con claridad, porque era él quien tenía que apaciguar a la anciana al escuchar a aquellos ¨mocosos¨ -como ella les decía- burlarse a metros de su balcón. Lo cierto era que la difunta tenía un carácter inaguantable, ni siquiera sus propios hijos solían visitarla. – Tu eres como un hijo para ella Fermín, te quiso desde que eras un chiquillo, ahora te toca a ti cuidarla- habían sido las palabras que el mayor de los hijos le dijo al buen Fermín la última vez que fue a visitarla. Y en efecto, Fermín se sentía como un hijo o al menos pretendía serlo. Todas las mañanas le preparaba el desayuno y la alimentaba, tal como ella había hecho con él desde el día que lo descubrió como una ratita asustada hurgando en el basural. A la tarde, le leía algún libro y le contaba historias que inventaba sobre los vecinos. Ella, con su rostro seco como hoja de otoño, creía cada invento que a Fermín se le ocurría - qué imaginación tan colorida la tuya equeco de mis entrañas - decía la anciana mientras sacaba cualquier pelusa inexistente de aquel poncho arco iris que él siempre llevaba puesto. Luego de bañarla y acostarla, él también se iba a descansar a aquella habitación que le habían asignado desde siempre. Algunas noches no dormía pensando en lo difícil que era cuidarla, pero todo disfraz repugna a quien lo lleva, pensaba. Y era mejor disfrazarse de hijo que de ladronzuelo, como lo hacía cuando ella lo rescató.

Luego de marcharse el último primo lejano del velatorio, la casa quedó vacía. Fermín terminó de limpiar todo excepto las migas de rosquillas. Esas las juntó en un pequeño plato de porcelana y se dirigió hacia el jardín. Su nueva amiga, quien asomó la cabeza apenas se abrió la caja, mordió los pedazos de inmediato. Con su cola alambrada produjo un ruido amenazante para muchos, pero para la imaginación tan colorida de Fermín era más bien el sonido del agradecimiento. De inmediato, agarró uno de los libros y empezó a leérselo a viva voz. 

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