Los gritos de
los vecinos interrumpieron la curiosidad de los demás. Incluso la hija menor,
quien había estado arrodillada por horas cómo pidiéndole perdón a la difunta,
se levantó de inmediato. Todos salieron de la casona y Fermín fue el único que
se dispuso a atraparla. Era larga y ruidosa, algunos decían que también era
venenosa. Lo cierto es que se había acomodado plenamente sobre el mesón
mientras comía trozos de los libros de cocina que la anciana solía, años atrás,
leer. Fermín la agarró con tal facilidad como si aquel reptil confiara
plenamente en él. Ante las miradas de los invitados que gritaban que la
desaparezca, él caminó nada más que hasta el fondo del jardín, donde la guardó en una caja y volvió al velatorio.
La muerte de la
señora Rosa la supo de inmediato todo el barrio. –Para ser popular solo hay que
morirse – murmuraba Fermín mientras servía el café con roscas a decenas de
vecinos que se amontonaban como polvo para ver el féretro. Fermín, quien había
trabajado para la Doña durante los últimos veinte años no sabía si la gente se acercaba
por fraternizar con la familia o por comprobar el tamaño de las roscas que la
anciana merendaba todas las tardes en el balcón. La mencionada merienda había
llamado la atención de todos, especialmente de los niños – Mira mamá, el dedo
de la vieja parece un grano de chocolate – solían comentar al ver cómo Doña
Rosa asentaba su pulgar sobre la rosquilla. Fermín recordaba estos episodios
con claridad, porque era él quien tenía que apaciguar a la anciana al escuchar
a aquellos ¨mocosos¨ -como ella les decía- burlarse a metros de su balcón. Lo
cierto era que la difunta tenía un carácter inaguantable, ni siquiera sus
propios hijos solían visitarla. – Tu eres como un hijo para ella Fermín, te
quiso desde que eras un chiquillo, ahora te toca a ti cuidarla- habían sido las
palabras que el mayor de los hijos le dijo al buen Fermín la última vez que fue
a visitarla. Y en efecto, Fermín se sentía como un hijo o al menos pretendía
serlo. Todas las mañanas le preparaba el desayuno y la alimentaba, tal como
ella había hecho con él desde el día que lo descubrió como una ratita asustada
hurgando en el basural. A la tarde, le leía algún libro y le contaba historias
que inventaba sobre los vecinos. Ella, con su rostro seco como hoja de otoño,
creía cada invento que a Fermín se le ocurría - qué imaginación tan colorida la
tuya equeco de mis entrañas - decía la anciana mientras sacaba cualquier pelusa
inexistente de aquel poncho arco iris que él siempre llevaba puesto. Luego de bañarla
y acostarla, él también se iba a descansar a aquella habitación que le habían
asignado desde siempre. Algunas noches no dormía pensando en lo difícil que era
cuidarla, pero todo disfraz repugna a quien lo lleva, pensaba. Y era mejor
disfrazarse de hijo que de ladronzuelo, como lo hacía cuando ella lo rescató.
Luego de
marcharse el último primo lejano del velatorio, la casa quedó vacía. Fermín
terminó de limpiar todo excepto las migas de rosquillas. Esas las juntó en un
pequeño plato de porcelana y se dirigió hacia el jardín. Su nueva amiga, quien
asomó la cabeza apenas se abrió la caja, mordió los pedazos de inmediato. Con
su cola alambrada produjo un ruido amenazante para muchos, pero para la
imaginación tan colorida de Fermín era más bien el sonido del agradecimiento.
De inmediato, agarró uno de los libros y empezó a leérselo a viva voz.
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