sábado, 11 de julio de 2015

Casi dulce

Su cara de durazno magullado me daba lástima, pobre. Incluso después del segundo calmante que navegó rápidamente por ese mar de sangre ella no cesaba de moverse. Era un revoltijo de músculos luchando contra aquella camisa, o mejor dicho, contra aquella cárcel de tela, porque eso es lo que parecía ser. Entonces, cuando movía el hombro derecho lograba desajustar un poco la correa de su pecho, y tan grande era su hambre de libertad que con aquellos míseros dos centímetros sueltos alimentaba su esperanza. Pero luego, al mover el hombro izquierdo la pretina de la correa de manera caprichosa volvía al lugar inicial y entonces la pobre se frustraba y de forma aún más berrinchuda movía sus piernas, que no hacían más que cambiar el dibujo de las sábanas. 
Los otros pasantes se reían, yo no. El médico, por su parte, con la misma empatía de un aparato electronico describía cada reacción. -¨Podemos observar un estado catatónico en las extremidades inferiores¨ - argumentaba cuando sus piernas, como dos palillos usados, caían rendidas ante la mirada del público de mándil. Los pasantes, como gallos de pelea, abominablemente desnudaban su horrendo pelaje servil hacia el profesor. 
Uno de ellos, luego de poner un pañuelo dentro de aquella boca gritona, agarró unas tenazas similares a las de una langosta y atrapó su cabeza. Segundos más tarde, ésta saltó como lo hace el maíz cuando se convierte en canguil. Otros dos sostenían el resto de su cuerpo y una de mis compañeras, a modo de destacarse apuntaba todo lo que escuchaba en una libretita tan grande como ella. A mi me asignaron la tarea más dificil, vigilar cómo se recuperaba en su habitación. Ya con todos sus sentidos dormidos la he acomodado cuidadosamente como a servilleta sobre el mantel. Ella me mira como buscando al humano detrás del mandil y entonces yo, en la penumbra verde del amanecer siento casi dulce pasar mi mano por aquel hombro, que aún medicado, se estremece y me rechaza. 


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