Su cara de durazno magullado me daba lástima, pobre. Incluso
después del segundo calmante que navegó rápidamente por ese mar de sangre ella
no cesaba de moverse. Era un revoltijo de músculos luchando contra aquella
camisa, o mejor dicho, contra aquella cárcel de tela, porque eso es lo que
parecía ser. Entonces, cuando movía el hombro derecho lograba desajustar un
poco la correa de su pecho, y tan grande era su hambre de libertad que con
aquellos míseros dos centímetros sueltos alimentaba su esperanza. Pero luego,
al mover el hombro izquierdo la pretina de la correa de manera caprichosa
volvía al lugar inicial y entonces la pobre se frustraba y de forma aún más
berrinchuda movía sus piernas, que no hacían más que cambiar el dibujo de las
sábanas.
Los otros pasantes se reían, yo no. El médico, por su parte, con
la misma empatía de un aparato electronico describía cada reacción. -¨Podemos
observar un estado catatónico en las extremidades inferiores¨ - argumentaba
cuando sus piernas, como dos palillos usados, caían rendidas ante la mirada del
público de mándil. Los pasantes, como gallos de pelea, abominablemente
desnudaban su horrendo pelaje servil hacia el profesor.
Uno de ellos, luego de poner un pañuelo dentro de aquella boca
gritona, agarró unas tenazas similares a las de una langosta y atrapó su
cabeza. Segundos más tarde, ésta saltó como lo hace el maíz cuando se convierte
en canguil. Otros dos sostenían el resto de su cuerpo y una de mis compañeras,
a modo de destacarse apuntaba todo lo que escuchaba en una libretita tan grande
como ella. A mi me asignaron la tarea más dificil, vigilar cómo se recuperaba
en su habitación. Ya con todos sus sentidos dormidos la he acomodado
cuidadosamente como a servilleta sobre el mantel. Ella me mira como buscando al
humano detrás del mandil y entonces yo, en la penumbra verde del amanecer
siento casi dulce pasar mi mano por aquel hombro, que aún medicado, se
estremece y me rechaza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario