Ahí estabas, como todos los días,
erguido firmemente sobre el velador. Con esa altivez de importante. Si, ya sé
que estabas hecho de roble, que valías oro. No creas que no había notado tus
líneas de elegancia, tu finura, como dijo mi abuelo cuando te puso entre mis
manos, antes de fallecer. Es que él sí se llevaba bien contigo, eras su mejor
amigo, gracias a ti él cumplía todos sus compromisos, sin hacer esperar nunca a
nadie. Pero yo soy harina de otro costal. A mí tus gritos constantes no me
alegraban el día. Es más, me amargaban. Harto de tus demandas, de todos esos
recordatorios de responsabilidad, de tus numeritos con mirada romana. Tan harto
que hoy, me he liberado. A las seis y diez de la mañana, antes que el sol
aparezca, gritaste escandalosamente, impaciente por despertarme. Mis venas
impuntuales no aguantaron más. Agarré tu cuerpo, ovalado y color mate, color
roble. Halé de tus dos perillas que, como orejas, colgaban una a cada lado de
tu cuerpo. Las halé fuertemente, hasta sentir como se rompían en tu interior y
caían en seco sobre el piso de mi habitación. Pero, aun así, tu seguías
gritando. Entonces con toda la fuerza que mi pesadez somnolienta me permitía,
te lancé contra la pared. El estallido fue fuerte, una lluvia de números hechos
de bronce caía por doquier. Un olor a vidrio roto me avisaba que finalmente
habías muerto. Finalmente, tú y mi abuelo se reencontrarían, puntualmente, en
aquél lejano lugar.
Triste final de un reloj despertador....que francamente a veces desespera su inoportuno escándalo en mitad de nuestro descanso. Felicito tus letras,Gabriela, y te invito cordialmente a visitar mi blog cuyo enlace es:
ResponderBorrarinspiracionesdeunadama.blogspot.pe Serás bienvenida. Un cordial saludo. Ingrid Zetterberg
Hola, Ingrid. Gracias por prestar tus ojos y leerme. Con mucho gusto visitaré tu blog para conocer tus letras. ¡Un abrazo!
Borrar