jueves, 14 de julio de 2016

Tía Inés

A Raúl no le gustaba levantarse temprano, menos aún esa mañana que sentía una vitalidad de invierno. Con su cuello envuelto en aquella pelusa tibia de color negro que la tía Inés le había tejido años atrás, emprendió la caminata. Entre niebla y hastío el pie derecho disminuía su paso y entonces era el pie izquierdo el que tenía que actuar como el derecho y asumir el liderazgo. Pero cada tanto una piedrecilla aparecía en el camino y con un tropezón dejaba en evidencia ese andar improvisado, e instantáneamente cada pie volvía a su posición original. Él por su parte continuaba arrullado por la fragancia a lavanda que florecía de su abrigo. Aquella fragancia conquistaba cada rincón de su olfato y de repente volvió a ser el niño que agarrado de la mano de su tía desciende la montaña hasta llegar al riachuelo. En la orilla la tía deja caer su gran joroba de trapos y con un pedazo de jabón soba cada prenda. Luego arrodillada, sobre una desafiante roca comienza a fregar aquellas telas ajenas. Restriega hasta que sus nudillos lloran y enjuaga hasta que todo rastro de ardor jabonoso haya desaparecido. Él, empapado por sumergirse en el riachuelo ahora se sacude el agua como perro con pulgas. La tía se coloca nuevamente la joroba, se inclina hasta casi besar el suelo y le dice que se apure porque la luna es impaciente y no tardará en aparecer. Le pide que se acerque y pasa sus dedos por sus infantiles cabellos y luego le señala un punto en la cima de la montaña. Él entiende que caminarán hasta que el punto cambie de forma y se convierta en un techo. Luego caminarán más hasta que el punto se vuelva una casa. Es decir que subirán la montaña hasta que de aquel borroso punto señalado por el dedo agrietado de la tía, broten vigas, portales, césped, plantas, ventanas, establos y caballos. Solo entonces habrían llegado a la hacienda patronal y podrían dejar de caminar.

              Una palmada de bienvenida en el hombro lo devuelve a la adultez. Sus pies lo han llevado a una choza en medio de un terreno baldío. En el exterior una gran mesa -cubierta por un mantel de encaje y rodeada por estatuillas de santos- sostiene el féretro. Frente a la mesa, decenas de sillas plásticas han sido colocadas. En las cuales algunos de los familiares y curiosos del pueblo estan sentados. Cuando lo ven llegar, ciertos rostros borrosos lo reconocen, se acercan y le dicen frases que a él le saben a polvo. Entonces lentamente sus pies se dirigen hacia el féretro. Al principio no logra encontrar a su tía en el cuerpo marchito de aquella anciana, pero a medida que más se acerca el olor a lavanda se hace presente, como si entre esas manos inmóviles aún estuviese escondido un pedazo de jabón. Ya no hay ninguna joroba de ropa colgando de su espalda, ahora al fín ha partido y un esbozo de sonrisa se dibuja sobre su rostro. Entonces por primera vez él entiende. Su tía, con una sabiduría tan extraña a cualquier lógica, a tan corta edad le había revelado el mayor de los secretos. No era hacía la casona del patrón que ella le indicaba avanzar, ella intentaba mostrarle que la vida es un incesante movimiento hacia arriba.


2 comentarios: