viernes, 31 de octubre de 2014

La novena rebanada


A veces las historias llegan a nosotros de la misma forma que los trozos de un pastel llegan a los comensales. Cada tajada de versión va en busca de bocas desconocidas que, pese a la inexistente familiaridad que hay entre ellas, disfrutan hasta el final aquellas porciones de relatos provenientes del mismo anecdótico pastel. 


La primera historia es corta y simple, trata de un helado. La cumpleañera ve cómo gota a gota el querido cono, acribillado por el calor, se desvanece sobre su mano; Y es así que, a tan temprana edad, descubre lo que se siente perder a un amigo. 

En la segunda historia hay a un hombre acalorado dentro de un taxi. Mientras con una mano indica hacia donde se dirige, con la otra agarra un pañuelo e intenta detener al sudor, pero éste es más rápido y en pocos minutos aquel líquido náufrago no solamente ha recorrido sus pómulos sino también el cuello y las axilas hasta orillarse en su camisa. El hombre recibe una llamada, es el dueño de un local, quien le advierte que de no llegar a tiempo la paga no sería la acordada. Al saber eso, empieza a sentir como de su rostro se escurre aquella gran sonrisa que tanto trabajo le ha costado elaborar.


La tercera historia trata de un tal Don Julio, quien es viudo. Su mujer ha fallecido al momento que Amanda nace y aunque no lo admite, una parte muy dentro de él le adjudica cierta responsabilidad al respecto. Cada vez que esa idea aparece en su cabeza él, atormentado por la culpa, hace de todo para alejarla. Aunque eso signifique condescender a una serie de absurdos caprichos pedidos por la pequeña.

Para la cuarta historia retomamos a la nena del cumpleaños, que a su vez es la hija del tal Don Julio, y quien ahora llora por aquel helado derretido de la primera, corta y simple historia. Don Julio inquieto y temeroso ve al berrinche propagarse como virus de sarampión entre los demás niños. No tengo la culpa, piensa Don Julio mientras trona sus dedos repetidamente. ¡Cómo iba a saber él que aquél hombre que le prometió domar a esa jauría de infantes le fallaría! En vista de la situació intenta pedir un consejo a las madres que han asistido al evento, pero ellas ahora están resolviendo a los gritos otro inconveniente relacionado con chocolate. 

Ahora, en la quinta historia, hay un taxi frenando repentinamente. Dentro del auto, el hombre acalorado del segundo relato saca su cabeza por la ventanilla para ver por dónde está. La calle que en días laborales es pasarela de comerciantes y oficinistas, hoy luce como un garabato de estadio. Un grupo de muchachos ha transformado una botella vacía en pelota de futbol y hacen aquello que mejor saben hacer, jugar. Los gritos de los conductores por tener que detenerse parecen incentivarlos aún más a continuar con el partido. Las amenazas y el escándalo de las bocinas, que feroces rugen como leones listos para atacar, son un remedo de hinchada enloquecida esperando un gol o reclamando una falta. El pasajero al percatarse de lo que acontece, lanza un billete de cincuenta pesos al conductor y se desembarca. Piensa en correr, lo cual parece sencillo pero con aquel sol veraniego besando a la ciudad y aquellos inusuales zapatos, correr más que una solución sería un problema.

Mientras tanto en el local, Don Julio se arma de valor para interrumpir a las señoras pero ya en aquel momento todas se han enterado de la mancha de chocolate en uno de los vestidos, y en una guerra de índices se atacan mutuamente. Apabullado entre los gritos de los chicos, el escándalo de sus madres e incapaz de enfrentar a Amanda, Don Julio vislumbra una puerta trasera y como cucaracha a punto de ser pisada sale corriendo. Lo que da pie a la sexta parte.

El ahora ex pasajero intenta atravesar la Plaza Central para llegar al local. A medida que se sumerge en ese coctel de niños, árboles y mascotas pasar desapercibido más que una hazaña comienza a parecer un verdadero milagro. Con el reflejo del sol su ropa luce aún más colorida, talvez por eso una bola de pelos marrón comienza a seguirlo. Es un perro mediano que por ojos tiene dos canicas blancas que saltan parpadeantes. El animal, apenas tiene oportunidad, con sus dos patas delanteras se aferra a aquel llamativo pantalón, mientras que con la trasera tambaleante se apoya contra el césped. En sus ojos se puede notar cómo extraña la estabilidad que le brindaba la cuarta pata, ahora ausente. Ernesto lo ve asqueado. Aquél perro muestra esa simpatía que él jamás ha sido capaz de sentir por su propia especie. Recuerda que inútilmente intentó sentirla cuando nació su hijo o cuando falleció su hermana. Es esa simpatía ajena, ahora con forma de perro, la que le revela su propia incapacidad. Ernesto vuelve a sacar el pañuelo, pero esta vez ya no es sudor lo que rueda por su mejilla. Ahora ve su reloj, la una menos diez, alarmado no puede creer que realmente llegará tarde al evento. Mientras camina, sin entender por qué, piensa en Catalina y en la mitad del pan, ese algo de queso y el poco de café que le había dejado aquella mañana sobre la mesada. Recuerda como con la boca escarchada de migas sonrió en agradecimiento como si ella hubiese estado observándolo. También recuerda aquella sensación de resignación que lo invadió al colocarse la misma camisa de la cual se había liberado la noche anterior y luego aquellos pantalones que lo hacían lucir diminuto y que permanecían de pie únicamente gracias al par de tirantes que el tiempo se había encargado de envejecer. Camina y recuerda, hasta que recuerda tanto que por poco olvida caminar. 


Con un pitazo el Campeonato barrial finaliza, la Plaza Central poco a poco vuelve a quedar desolada, ahora son los amantes los que llegan entusiasmados a recorrerla. En este séptimo relato el perro cojo ahora lame una mano temblorosa, Don Julio baja la mirada y de repente le parece encontrarse con un ser aún más asustado y confundido que él, sonríe. Por otro lado, las alargadas zapatillas de Ernesto finalmente pisan el local, los presentes enmudecen. Incluso Amanda, quien está amenazando a los otros niños con penitencias ha quedado inmóvil y lleva al tan esperado invitado a la tarima, donde un micrófono y muchos globos aguardan por él. Apenas los chicos lo ven subir al tablón se alegran y corren en busca de un buen lugar donde mirar el espectáculo. Las madres, aunque ya no discuten, aún lucen molestas y algunas manifiestan querer irse al mismo tiempo que se acomodan nuevamente en sus asientos. Un niño osado pregunta por qué peleaban pero todas al unísono lo enmudecen con un fuerte y claro ¨ ¡cosas de adultos!¨.

La octava historia es sobre un perro que aún no se acostumbra a despertarse cojo. Hambriento va a buscar algo de comida a la Plaza Central e hipnotizado por los colores brillantes de un pantalón comienza a jugar un rato. Después recorre más y siente una caricia humana, algo temblorosa e insegura, pero que a los pocos minutos se convierte en un gesto hospitalario. Entusiasmado, entra al lugar desconocido donde lo han llevado, en él hay muchos niños que lo miman, un payaso de sonrisa escurrida que desde una tarima infla globos y un helado que hace pocas horas era el favorito de la cumpleañera y ahora yace derretido sobre el piso. Jadeante de felicidad lo lame todo. Con una expresión de satisfacción busca entre el público a su Don Julio. Entonces es así que, en su universo de tres patas, descubre lo que es sentir amor incondicional. 

Ahora, estimado lector, de existir una novena historia podría comenzar así ¨La tarde cuando usted leyó acerca de un helado derretido… 


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