viernes, 31 de octubre de 2014

La desdicha de los pájaros

La toqué. La toqué como una ráfaga fuerte, de esas que se imponen incluso ante el más estático de los ambientes. No es que no la hubiese tocado antes, pero nunca así. Cuando se trataba de caricias, nunca sabia que las provoca, una mirada intensa, un recuerdo furtivo, una palabra insinuante, quién era yo para saber que me llevó a tocarla así. Cinco años habían pasado desde la última vez que nos vimos, cinco años de nuevos aires, de olores distintos, de sabores semi amargos, pero sabores de otras fuentes, no de la suya. Aun recordaba esa despedida, tan lejana, tan saturada de adioses y con ausencia de almas que le hagan compañía, un colchón estancado en el cuarto de la rutina, la rutina, si, esa canalla de quien he tratado de alejarme lo que más puedo cuando advierto que su presencia ha querido retenerme en la cruel monotonía. No es que no me agradaba la maldita, claro que a veces me seducía con su semblante de comodidad y facilismo, de hecho, a veces admitía disfrutarla cínicamente, en ciertas ocasiones, pero era solo eso, un disfrute lleno de placer furtivo, y luego, cuando reparaba en el alto costo que debía pagar por eso, decidía, siempre, abandonarla. Y así, lo había hecho una vez más, cual pájaro que vuela al cambiar la estación, volé lejos de los días, de las noches, de los roces, de los besos, de las mentiras, de las verdades, de los relojes, de esa vida, volé. Me tocó. Me tocó sin mesura, sin control. Como esos animales que besan con los ojos, con la nariz, con los dientes, que besan con las ganas. Jamás me había tocado así. Intensidad, las manecillas del reloj no dejaban de avanzar, como recordándonos que ese encuentro tendría un fin, como todo lo demás. A veces me resultaban graciosos sus intentos de desaparecer su nariz en mi cabellera, como ahogándose por aguas obscuras y con olor a recuerdo; O su torpeza ya no tan notoria como hace años atrás, pero que aún se hacía presente en sus manos algo sudorosas, o en sus labios entreabiertos, temblorosos al contacto con los míos pero con una nueva invitada en la escena, una barba que combinaba con lo grave que se escuchaba su voz ahora. Me desvistió de los llantos de mi hijo, de la voz complaciente de mi esposo, me desvistió de los problemas en mi trabajo, me ví, ahí desnuda, despojada de ese uniforme de mujer comprometida que había llevado puesto todos esos años, luchando por ajustarlo a mi medida, conteniendo la respiración para poder caber en él, con la misma osadía de esas mujeres que pretenden usar talles menores a los que deberían. Me ví, y me gusté. La observaba, ahí, tan libre otra vez, recubierta de esa naturalidad que afortunadamente aun conservaba, pese a haberla escondido por tanto tiempo, la ví y quise limpiar mis culpas en su cuerpo. Como esos condenados a pena de muerte, y a los que le han concedido una última petición, ella era la mía. La amaba desde la única parte honesta de mi ser, y la odiaba por ser aún tan frágil, con esas alas débiles que no la dejarían volar jamás junto a mí, eso ambos lo sabíamos, pero esa noche jugamos a ignorarlo, esa noche pretendimos volar juntos, luego solo será ruido de vacío, luego solo será morir.

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