viernes, 31 de octubre de 2014

La señora


Con sus cabellos resecos y quemados por el sol intenso del verano porteño, ella deambulaba sudorosa por ese barrio lujoso que ni en sus sueños más insólitos hubiese imaginado. Comparaba el sonido de los tacones desfilando por la acera con el de los carruajes que paseaban por su pueblo todas las mañanas, el quejido de los niños ajenos que recogía de la Escuela con el grito ensordecedor de sus propios hijos cuando jugaban extasiados con el barro a la orilla del río.

Tanta nostalgia corroboraba que allí en esa tierra lejana había dejado su vida. Hacía 17 años que había migrado a la gran ciudad, ese lugar idealizado por los pueblerinos como ella, en donde conoció el afecto tan peculiar de esas miradas patronales que duraban largo rato desmenuzándola con los ojos mientras preguntaban sobre sus cualidades domésticas y le explicaban la importancia de hacer ingresar a las personas principales por la puerta frontal. Y a las otras como ella por la de servicio. Explicaciones que se daban con una sonrisa amable y salvadora, como si ahí, en esa casa de lujos y soledades conflictuadas, tendría que haber una esperanza para su vida tan pobre y marginal. Solo sería cuestión de tiempo para que ella pudiera sentirse afortunada y por qué no hasta agradecida. 

Pero esa tarde de sol hirviente, luego de realizar un encargo más, lidiar con otro berrinche de los chicos y también de los grandes, cumplir una vez más con exigencias absurdas como cargar las maletas para las vacaciones de verano en el country, mover los muebles de la sala según los parámetros del feng shui,arrodillarse a buscar el calcetín rojo que por enésima ocasión el menor de los chicos había lanzado bajo la heladera. Fue en ese deambular triunfal de mujer mayor, que luego de haber dejado una nota de renuncia junto a la portería de la casona , ella caminaba por las calles de Recoleta con esa sonrisa que poseen solo las personas a las que de repente les han entrado unas ganas tan grandes de vivir.

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